La crítica literaria es, en tanto ejercicio de ciudadanía, riesgo. Opinar, interpretar e incluso elegir un tema nos compromete.
Escrutar los sentidos del ensayo literario de la diáspora e intentar, desde Cuba, establecer cierto contrapunteo con las líneas de desarrollo histórico del género, evaluar sus propuestas o revisar sucintamente sus contextos es casi aventurarse a terminar exhausto, los pies sangrantes en el agua salada.
Hay que excavar, rebuscar, preguntar —sin ceder la esperanza del hallazgo— hasta compilar datos precisos. Desacuerdos políticos, prejuicios y prácticas académicas disímiles aplazan la recuperación de voces lejanas, a menudo inaudibles de este lado de la frontera. Indagar se torna involuntario ejercicio de minería, prueba de supervivencia académica. Apegada a imponderables circunstancias extraliterarias, la dificultad para hallar información fidedigna y crear lazos de cooperación intelectual puede antojarse, en ocasiones, insalvable. Cuando Los dispositivos en la flor (Desnoes y Luis, 1981) pretendió juntar a los diversos, recordémoslo, los reproches vinieron de ambos lados.
La tarea se dificulta aún más por la pervivencia de profundos desacuerdos, incluso en lo referente al apelativo de esa producción escrita. Ya en 1993, al publicar en La Gaceta de Cuba una muestra brevísima de autores asentados fuera de Cuba, su compilador decidió hablar de diáspora (Fornet, 2000). El tomo III de la Historia de la literatura cubana, del Instituto de Literatura y Lingüística (2008), usa indistintamente los términos emigración y exilio. Ambos, en cambio, conservan una innegable carga política. Diáspora evita el énfasis en las adversidades enfrentadas por los cubanos dispersos y postula, en cierto sentido, su diversidad. Es un concepto dúctil, capaz de cierta
«disolución semántica» (Baumann, 2011). Una vez instalada una más amplia movilidad y comunicación entre cubanos (aun cuando sepamos cuánto puede variar esta situación en un abrir y cerrar de ojos, según los vaivenes de la política), ese parece ser el nombre apropiado para englobar a los distantes.
Comunidad cubana en el exterior es una etiqueta que carece de marcas políticas. La de exilio suele denotar a los opositores al gobierno cubano, mientras emigración es apenas un término legal. Diáspora se aviene mejor con la condición subjetiva de una identidad compartida en la errancia. Literatura y legalidad son espacios ajenos, claro está; pero otros campos, como el de los estudios económicos, se enfrentan también al dilema del nombre (Ferrán Oliva, 2015). Dado que la autopercepción de los migrantes proviene de sus condiciones de vida y de la profundidad y calidez de sus vínculos con Cuba, durante mucho tiempo fue difícil llamar diáspora a quienes, impedidos de ostentar los beneficios, debían cumplir los deberes asociados a la ciudadanía cubana. Ahora, cuando aún sin llegar a la migración circular y los derechos plenos, la movilidad se ha incrementado y diversificado, ese parece —reitero— el término adecuado.
Pero entremos en materia (de teoría). La diáspora no es la simple relación entre adentro y afuera; hay conexiones laterales, descentradas, nuevas identidades colectivas (Clifford, 2011); ser un sujeto diaspórico implica una profunda «inversión psíquica» (Brah, 2011) para habitar un espacio inestable. Y es también una cuestión política (Pérez y Grenier, 2017) con notorias especificidades en el caso cubano: dispersión, memoria colectiva, alienación, idealización de la patria y deseo de retorno (Safran, 2011). El ejercicio de identidad supone una voluntad de autodefinición —identificación o distanciamiento— dominante en el ensayo de la diáspora. Si la cultura es un ejercicio de producción del sujeto (Hall, 2011), no andaba tan descaminada la presunción de cuánto pesaba en nosotros la voluntad de «querer ser» cubanos, que decía Fernando Ortiz (1940), estemos donde estemos. Solemos repetir con mucha convicción que «la cultura cubana es una», aunque no sea uniforme ni en el interior de la Isla. Pero la uniformidad no es siquiera necesaria. Obviamente, tampoco la diáspora es coherente y repetitiva: contiene multitudes. Por eso es tan fructífero pensarla, aun cuando para poder entenderla debamos abjurar de la distancia evidente entre autores, sitios de creación y poéticas, con el fin de armar un espacio metafórico de lectura, una generalización o sistematización en principio poco menos que imposible. Pero lo mismo hacemos, a fin de cuentas, con la no menos heterogénea literatura escrita en Cuba.
La discusión sobre la pertinencia del estudio de la escritura de la diáspora suele ampliarse también a la historia o la economía: distancia emocional acumulada y carencia de recursos de investigación contribuyen a dificultarlo. La movilidad inherente a la condición diaspórica crea otros obstáculos, digamos, metodológicos. En los años 90, dos importantes autores cubanos se asentaron fuera del país; entonces hubieran sido catalogados, sin dudar, parte de la diáspora. Andando el tiempo Lisandro Otero murió en La Habana y Jesús Díaz en Madrid. Inevitablemente, sus decisiones postreras marcan cómo y desde dónde los leemos hoy.
Otra demostración de cuánto oscila el tema podría ejemplificarse con Rine Leal. Cuando ofreció «Asumir la totalidad del teatro cubano» —era 1992—, sus colegas emigrados le recordaron que las diferencias en las condiciones de creación y difusión eran tan decisivas como las políticas (Boudet, 2007).Aquellas condiciones, en su caso, se modificarían muy pronto: Leal terminó afincándose en Caracas, donde falleció en 1996.
Es difícil pretender fijar con veracidad una realidad tan cambiante que lleva a preguntarnos si vale la pena, siquiera, estudiar la literatura de la diáspora como un espacio distinto, con leyes propias. Sin embargo, por ahora no hay otra manera de facilitar su mejor conocimiento y divulgación en Cuba que el intento de comprender sus peculiaridades y propuestas. Luego veremos cómo juntarnos y poner a circular más ampliamente esa producción acá. Conocerse es siempre condición previa de comunión. No hay que hacerse ilusiones, sin embargo; si bien quisiera creer que estamos en medio de un proceso imprescindible y continuo que nos llevará a una cercanía conflictiva pero productiva, por el bien de Cuba.
Tal cercanía contó con exitosas demostraciones prácticas en el «encuentro de Estocolmo», coordinado por René Vázquez Díaz, y en la reunión llevada a cabo en Madrid con el nombre de La isla entera, ambos en 1994.[1]Aquellos contactos no carecieron del insoslayable conflicto, tan bien expresado literariamente —desde hace décadas, dentro y fuera de Cuba— en «Para Ana Velfort», de Lourdes Casal; Weekend en Bahía, de Alberto Pedro; Ana en el trópico, de Nilo Cruz; «La llamada», de Manuel Cachán; «Tierra sin nosotras», de Lourdes Gil; Perla Marina, de Abilio Estévez; o «El corazón no emigra», de Sonia Rivera Valdés.
Salvo exiguas excepciones —el grupo Areíto, el Círculo de Cultura Cubana, algunos grandes autores migrados—, el exilio fue una larga ausencia en nuestro campo cultural. Al esfuerzo pionero de La Gaceta de Cuba, desde la primera mitad de los años 90, por dar a los lectores cubanos acceso a ese universo hasta entonces casi desconocido, se sumaron otras publicaciones de aquí y de allá, entre las cuales la más ambiciosa fue, sin lugar a dudas, Encuentro de la Cultura Cubana. En el campo académico, los congresos de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA) contribuyeron al intercambio, aun cuando todavía hoy la Sección Cuba proclame el desatino de centrarse en la relación Cuba-Estados Unidos, privilegiando ampliamente temas de sociología, economía o política frente a la indagación artístico-literaria, lo cual quizás influya en la percepción de que los análisis literarios sobre la diáspora son un «acápite inédito de los estudios cubanos» (López, 2017). El pensamiento sobre Cuba, por otra parte, debería existir en un espacio autónomo, desligado de su relación con el vecino poderoso o, al menos, no únicamente condicionado por esta. Aunque no debe ignorársela, claro está, tampoco debe ser el centro de nuestro autorreflexión.
Está claro, además, que hay más mundo fuera de la diáspora cubana en los Estados Unidos, y cubanos dispersos por todos lados, lo cual nos enfrenta a otro de los temas candentes del debate cultural acerca de cómo integrar esa producción al curso de la literatura nacional. Quizás no sea una dificultad, tal vez simplemente no estemos preparados para asumir la dimensión de la tarea. Ya vendrá alguna generación que pueda cambiar las cosas.
Si, para empezar, pensamos en el idioma, no podemos pasar por alto la dificultad que implica asimilar, sin más, textos escritos en una lengua ilegible para la mayoría en Cuba (Fornet, 2009). La lengua es la materia prima del escritor y punto de identidad para muchos autores (De Aragón, 2002). Podría recurrirse a la salomónica solución de que todo texto de autor cubano es cubano también. Pero una cosa es dar por buena esa decisión, sabia políticamente y un tanto demagógica, y otra es incorporar a la tradición propia —como no sea gracias a una traducción, con las inevitables traiciones que ella implica— el corpus escrito en una lengua extranjera. Si hay algo de cierto en la socorrida frase de que la patria del escritor es su lengua, no se trata de un problema menor.
Cuando se habla de ese tema, además, suele pensarse en términos de legibilidad, sobre todo entre quienes viven en los Estados Unidos, la mayor comunidad cubana en un país extranjero, muchos de cuyos miembros escriben en inglés, aun entre los emigrados de primera generación. Pero podemos imaginar —dándole otra vuelta de tuerca a la cuestión— textos de autores cubanos escritos, por ejemplo, en alemán o neerlandés. O digamos que haya ahora mismo un cubano-finés publicando en Helsinki, o un cubano-búlgaro en Sofía. ¿Los incorporamos sin más?
¿No estaremos confundiendo sus derechos ciudadanos con su pertenencia literaria? ¿No será que, en respuesta a aquella política irracional de excluir a todo escritor que se fuera del país, corremos el riesgo de caer en la no menos irracional idea de incluir dentro del corpus literario nacional a todo aquel que haya nacido y crecido en la Isla, sean cuales fueren las características de su producción, confundiendo libros con pasaportes? Es otro de los riesgos de generalizar.
Asegurar la unidad de nuestra cultura conlleva eludir una distancia (condiciones de producción, circulación, referentes, prejuicios, sensibilidad) que —quiérase o no— incide en el trabajo intelectual. Una verdad innegable, aunque resulte incómoda.
Hablar así de la diáspora parecería suponer una unidad de instituciones, prácticas vitales u objetivos; pero ella incluye un grupo sumamente diverso (por oleadas migratorias, afinidades políticas, color de la piel, composición etaria, clases sociales, elección de lengua de escritura). Ya sabemos cuán difícil es investigar sobre Cuba para quienes trabajan fuera de la Isla, cuántas restricciones en la disponibilidad de documentos y estadísticas deben enfrentar (Schultz, 2017); problemas similares desafiamos desde acá para trabajar en bibliotecas extranjeras o intentar entender un mundo a menudo tan ancho como ajeno. Un intento somero de comprender el alcance y desarrollo de una producción intelectual ineludible, y tendiente «a revisar y expandir el inventario de textos canónicos» (López, 2017), llevaría un esfuerzo descomunal.
Un mínimo registro de temas abordados por el ensayo y la crítica literarios de la diáspora nos ayudaría a su mejor comprensión.[2] Algunos de sus autores han publicado en Cuba (Jesús J. Barquet, Gastón Baquero, Emilio Bejel, Alina Camacho-Gingerich, Román de la Campa, Lourdes Casal, Carlos Espinosa Domínguez, Roberto G. Fernández, Lourdes Gil, Roberto González Echeverría, Iraida H. López, Lillian Manzor, Adriana Méndez Rodenas, Iván de la Nuez, Sonia Rivera-Valdés, Eliana Rivero, Rafael Rojas, Enrique Sacerio, Severo Sarduy, Lourdes Tomás Fernández de Castro y René Vázquez Díaz, entre otros) y varios, incluso, han ganado aquí premios literarios.[3]
La insistencia en leer a José Martí y su legado, así como el estudio de figuras notorias en la búsqueda de un decir cubano, la revisión generacional, la insistente pregunta por la identidad y la memoria, la tradición española y los estudios panorámicos son algunos de los temas dominantes en esta producción reflexiva.
A lo largo de casi sesenta años prevalece el abordaje de figuras notables y obras específicas; hay también panoramas influyentes y reflexiones sobre identidad y cultura, o replanteo de vínculos con identidades emergentes luego consolidadas. Dilucidar qué es lo cubano, y definir si es un empecinamiento vacuo, dio pie a una polémica entre Cintio Vitier y Arcadio Díaz Quiñones acerca de una supuesta teleología cubana, que cursó entre 1987 y 1988 (Arcos, 1995). Varios encontronazos públicos (prensa, discusiones académicas) o privados siguen enfrentando a sujetos cuya opción de vida y opiniones difieren diametralmente. Esa distancia parece insalvable por momentos; pero no hay que cejar en el intento.[4]
La negación de la especificidad histórica cubana suele ir de la exaltación de lo pintoresco hasta su llana disolución. Otras imágenes anudadas a esa borradura o disolución son «la balsa perpetua» (De la Nuez, 1998),
«la isla flotante» (Vera León, 1993), la «ingravidez» (Casamayor Cisneros, 2013) y otras muchas que aluden al vacío, la deriva, la intemperie y la orfandad de una tradición que ha perdido su centro o, para decirlo con la antropología, de una identidad sin territorio. Contradictoria, por ejemplo, la de la «Gran Cuba» (López, 1995), que «excede sus fronteras nacionales» y reconoce en «las diferentes comunidades diaspóricas […] una fuerza significativa en la transformación transnacional de lo cubano» (Manzor, 2014).
José Martí es objeto de disputa: habría, proponen algunos, que combatir su «falsificación en Cuba» (Ripoll, 1994), su «momificación», para «liberarnos del culto» (Santí, 1996) y relativizar su alcance en la historia de Cuba (Rojas, 2000). Otros enfrentan opiniones aviesas (De la Campa, 2017) y siguen enalteciéndolo (Pérez, 2019). Si bien la producción cultural de la diáspora no es homogénea, como no lo es ella misma (Acosta, 2020), dentro de la Isla tampoco existe un bloque compacto, lo cual echa por tierra la determinación geográfica y confirma la desconexión entre ideologías y direcciones postales (Arango, 2011). Martí —una vez más— provee un sensor suficiente.
Se estudia su poesía (Alicia G. Aldaya, Leopoldo Barroso, Gastón J. Fernández, J. Alberto Hernández- Chiroldes, José Olivio Jiménez, Humberto Piñera Llera, Ricardo R. Sardiñas, Alberto J. Varona Valdés), su vínculo con el Modernismo (José Juan Arrom, Manuel Pedro González, José Olivio Jiménez), su postulación de una masculinidad modelo (Emilio Bejel), su labor como traductor (Leonel Antonio de la Cuesta), la calidad de su literatura infantil (Eduardo Lolo), sus visiones del amor (Louis Pujol), su carácter (Rosario Rexach), sus máscaras (J. Camacho), e incluso se le psicoanaliza (Rosa Pallas); y se actualizan sus relaciones personales, sus amores (Carlos Ripoll), su dimensión política (Enrico Mario Santí, Rafael Rojas) y la respuesta crítica a su obra (Ripoll, Alba Esther Sánchez-Grey). Es el hilo visible de la eterna disputa entre pasado y futuro por la pervivencia de la nación cubana; tema tan prominente como la microhistoria personal y subjetiva del dilema de la identidad o la evaluación de Cuba, en tanto parte de un todo mayor (América Latina y el Caribe).
Antonio Benítez Rojo (2010), por ejemplo, leyó, en La isla que se repite, el caótico devenir cíclico caribeño. Ejemplar en la comprensión de su complejidad, llevó al ámbito académico ideas de autores poco difundidos y una indagación histórica sobre la peculiaridad regional sin desdeñar la musicología, el psicoanálisis o el estudio de las religiones. Al mismo tiempo, defendió ocurrencias descabelladas, como acusar a Nicolás Guillén de distorsionar la historia de Cuba: especie de Eleguá, el Poeta sería el Eterno Enmascarado, que finge y falsea la historia, ese «largo parásito anillado que teníamos en las tripas y nos robaba la comida». Magnífica imagen escatológica, aunque frágil hipótesis de análisis. La descalificación de quienes permanecieron en la Isla cobra otra presa en Alejo Carpentier, cuya «doblez literaria tras la máscara de Colón», repite la brillante conjetura —no es otra cosa, al fin y al cabo— expuesta por González Echevarría (1993) en Alejo Carpentier, el peregrino en su patria.
La discusión sobre identidad rebasa lo nacional, aunque domine el estudio de modelos intelectuales en Enrique José Varona, Alfonso Hernández Catá, José María Heredia, Félix Varela, la Condesa de Merlín, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Julián del Casal, Ramón Meza, Regino E. Boti, Mariano Brull, Jorge Mañach, Fernando Ortiz, Alejo Carpentier, Enrique Labrador Ruiz, Lydia Cabrera, Lorenzo García Vega, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Dulce María Loynaz, Gastón Baquero, Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Orígenes, El Puente, Areíto.
La reflexión ensayística y la evaluación crítica suponen un ingente esfuerzo intelectual. Notables intentos de entender la experiencia de ausencia o lejanía de la tierra natal y la progresiva construcción de una «identidad cubanoamericana» (Pérez-Firmat, 1989), «dividida/divertida» (Vera León, 1993), «intersticial» (López, 2017), «fronterisleña» (Rivero, 2005),[5] o, en términos específicos, juban (Behar, 1995) y gay cuban (Bejel, 2001), o más abarcadores e intangibles como la «Gran Cuba» (López, 1995), son modos de enfrentar los retos y reordenamientos emocionales, culturales y políticos de una experiencia de vida.
La creación de un discurso propio incluye vínculos externos a «la condición cubana», con grupos étnicos y prácticas ajenos que se constituyen esenciales. Diferencias generacionales, en la fecha de emigración y regionales definen, en los Estados Unidos, a cubanoamericanos, hispanos o latinos; hay, por otro lado, quienes hablan de una «Cuba postsoviética» (Cuesta, 2012; Casamayor Cisneros, 2013; Puñales- Alpízar, 2013) sin cuestionar su identidad profunda.[6] Lo mismo ocurre con los asentados en sitios distantes y en soledad (Vázquez Díaz, 1994).
Pensar la identidad, las identidades posibles, viene a ser un centro desde el cual podría armarse un mapa generacional e ideológico de la ensayística y la crítica literarias de la diáspora: sus acercamientos a la tradición cubana, al activismo latinoamericano o feminista, a la militancia revolucionaria, a la acción política contrarrevolucionaria, a la identificación étnica, a la solidaridad con Cuba, a la potenciación del acercamiento y el diálogo o la franca oposición al gobierno de la Isla, entre otros muchos centros, componen la intrincada trama de subjetividades de esa producción cultural.
Algunos de los más influyentes emprendimientos culturales de la diáspora han sido editoriales: Eliseo Torres y Editorial Campana (Nueva York), Ediciones Universal y Silueta (Miami), Plaza Mayor (Puerto Rico), Editorial Verbum, Betania, Colibrí y Playor (Madrid), Aduana Vieja (Cádiz), Almenara (Leiden), La Mirada (Nuevo México), Rialta (Querétaro). Ha habido grupos (Mariel y Areíto, con revistas homónimas) y publicaciones periódicas como Linden Lane Magazine, Exilio, Término, Escandalar, Ollantay Theater Magazine, Resumen Literario, El Puente, Cuban Studies/Estudios Cubanos, Encuentro de la Cultura Cubana, Apuntes Postmodernos/Postmodern Notes.[7] Otros autores de la diáspora hallaron cobijo en proyectos y asociaciones de más amplia adscripción —como This Bridge Called My Back, publicado en1981, o Latino Artist Round Table, cuyos encuentros tuvieron su primera edición en 1999—, en una trama difusa articulada en torno a espacios de discusión y afirmación cultural.
Otra deriva de la identidad son las muestras bibliográficas (Rosa Abella, Lourdes Casal, William Luis, Matías Montes Huidobro, Fermín Peraza-Sarauza y Gladys Zaldívar) o diccionarios —Quién es quién en la dramaturgia cubana del exilio, de 2019, de Pedro Monge Rafuls—, e indagaciones varias en la literatura de la diáspora: Cuban-American Literature of Exile: From Person to Persona, de 1998, de Isabel Álvarez-Borland y Lynette M. F. Bosch; el concienzudo El peregrino en comarca ajena: panorama crítico de la literatura cubana del exilio, de 2001, de Carlos Espinosa Domínguez; Impossible returns. Narrative of the Cuban diáspora, de 2015, de Iraida H. López; las de Matías Montes- Huidobro sobre narrativa y teatro cubanos o algunas del prolífico José Sánchez-Boudy.
Merece la pena referir aun otros ejemplos y hacer una cala específica en alguno de esos textos representativos. Julio E. Miranda (1971) revisó, en Nueva literatura cubana, las letras cubanas entre 1959 y 1971. Solvente ensayista, piensa lo cubano como frustración hasta el siglo xix, cuando florece una comprensión incluyente de los márgenes (el bufo, la poesía popular, el periodismo obrero y la literatura de campaña) que vuelve en la República con ensayistas y poetas (Francisco Figueras, Regino E. Boti, José Manuel Poveda), la generación del 23, Orígenes, Guillén, Carpentier, Lino Novás Calvo, Onelio Jorge Cardoso, Enrique Labrador, Carlos Felipe Hernández, Piñera y Raúl Ferrer. Producciones magníficas carentes de público que, con la Revolución, más que público hallarán pueblo. Esa «condición de posibilidad» gesta «excesos panfletarios», celebraciones de la experiencia revolucionaria y visiones cada vez más críticas. Miranda refiere el conflicto entre El Puente y los «caimanes», cuyo impulso decae frente a autores más jóvenes. En narrativa destaca La situación, de Lisandro Otero, y a Jesús Díaz, cuya capacidad para géneros varios le gana el calificativo de «Cabrera Infante de la Revolución»; alaba El viaje, de Miguel Collazo, y los cuentos de Ada Abdo, y defiende una interpretación contextual del auge de lo fantástico. Para Miranda, La noche de los asesinos, de José Triana, y Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat, podrían competir en la escena internacional, a pesar del «prólogo correctivo» de la segunda. A tal variedad y profundidad, este ensayo opone el subdesarrollo de la crítica. Repasa el «caso Padilla», la reorganización del campo cultural tras el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura y el contexto «fatalmente banalizador» que impidió replantear el vínculo entre literatura y revolución. Atento y emocionalmente cercano a los autores comentados, Miranda escribe sin añadidos perversos o exclusiones.
El tiempo contraído, de Waldo Pérez Cino (2014), lee —varias décadas después— la crítica como legitimidad otorgada y resalta el diálogo entre tradición y futuro en la suspensión, provocada por la ansiosa búsqueda de una literatura de la revolución, de la circulación natural de influencias. Registra la instalación de una visión política de la crítica sin eludir la heterogeneidad de un canon anclado en lo ideológico, disfuncional. La cancelación del vínculo «entre cultura nacional —sea esto lo que sea— y territorio» (De la Nuez citado en Bonilla, 2020) cobra cuerpo también en el libro de Pérez Cino con la negación de valor a toda la crítica producida en la Isla.
Una versión mucho menos elaborada hace Ernesto Hernández Busto (2005) contra las «malas interpretaciones», «equívocos» y «malentendidos» de la crítica cubana. Vulgariza tanto su crítica, que se le ha reprochado intentar construir «un monumento a la a ridez y el dogmatismo» (Rojas, 2005).
Del estudio de autores específicos, el ya aludido Alejo Carpentier. El peregrino en su patria (González Echevarría, 1993) es ejemplar en el modo de instalar una lectura crítica sobre un autor clásico.[8] Publicado inicialmente en inglés en 1977 y con un amplio recorrido editorial posterior, es una especie de duelo de inteligencias. Su autor rastrea incoherencias; lee las opiniones de Carpentier sobre su obra como «malentendidos productivos», con minuciosa inmersión en una obra magnífica que a menudo desautoriza. Su erudita lectura elude temas señeros de la ideología carpenteriana, como la crítica de la Ilustración europea en el contexto colonial. Reconoce su conversión en «archivo iconográfico», «monumento», «fundamento de la casa de la ficción latinoamericana», mas su lectura decae en coherencia cuando imputa al autor la insinceridad de sus personajes, leyendo en El arpa y la sombra una confesión propia, o calificando la labor diplomática del novelista como la de un «ambulante ministro de cultura del gobierno revolucionario», e incluso cuestionando su decisión de adquirir, con el monto del Premio Cervantes, reproducciones de obras maestras de pintura europea para galerías de toda Cuba. Así borra de un plumazo las fronteras entre ficción y escrituras del yo, y entre estas y la realidad, adjudicándole incluso al novelista la defensa de la tesis por él urdida.[9] Intensa lectura de una obra admirada, este libro ilustra la dificultad para el entendimiento de dos espacios culturales que tienden al vínculo tanto como al enfrentamiento, y cuya variable capacidad de diálogo conecta, muchas veces, con lo político.
Tal perspectiva se radicalizará en autores posteriores. Uno de sus émulos más notorios e influyentes es Rafael Rojas, cuya tarea de demolición le ha granjeado notoriedad con títulos como José Martí: la invención de Cuba (2000), Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano, publicado en 2004, o El estante vacío. Literatura y política en Cuba, de 2009.
Hay, por otro lado, otra serie de lecturas profundas de la ejecutoria de un autor, como las de Adriana Méndez Rodenas (1983; 1998) sobre Severo Sarduy o la Condesa de Merlín, la de Francisco Morán Lull (2003) sobre Julián del Casal, o de Jorge Luis Arcos (2012) sobre Lorenzo García Vega. O los textos de Madeline Cámara (2001) sobre María Elena Cruz Varela y de Perla Rozencvaig (1986) sobre Reinaldo Arenas.
Podríamos continuar nuestra somera exploración; pero baste de momento con asomarnos a algunos de estos títulos. Lo importante aquí es consignar la urgencia del conocimiento, divulgación y estudio de estas propuestas, de modo que podamos juzgar, con conocimiento de causa, la pertinencia de leerlas como parte de un todo coherente, el del ensayismo cubano contemporáneo.
Haciendo a un lado visiones dramáticamente desencantadas —Lorenzo García Vega en El oficio de perder (2004) alude incluso a una «literatura autista»— hay quienes han logrado construir un universo que exige atención tanto como rigor en el análisis. Una de las demandas más frecuentes de los autores de la diáspora ha sido la de publicar y ser leídos en Cuba. Ahora bien, ello significa enfrentar estos textos con nuestra propia perspectiva, forjada en un proceso de aprendizaje distinto y con valores culturales e incluso literarios a menudo divergentes. Intentar, aun de forma sucinta, un registro de esa producción en perpetua movilidad y constante crecimiento —primera estancia de una investigación profunda previa a esa integración tanto tiempo anhelada— no deja de ser, por eso mismo, un atrevimiento, un despropósito, algo así como saltar el muro del malecón y caminar descalza por el dienteperro.