La poesía es durable cuando es obra de todos. Tan autores son de ella los que la comprenden como los que la hacen.
José Martí
Enseñar y aprender literatura es, a un tiempo, imantación de Eros y hazaña de Heracles, por un cúmulo de conflictivas razones. A saber: el gozoso encuentro con el texto literario pasa necesariamente por la lectura, acto que exige atención, concentración y esfuerzo perseverante en el caso de las obras extensas. En los días que corren, atenta contra ello la avalancha audiovisual con su sobresaturación de imágenes y textos que dificultan la atención y la aprehensión cabal, la crónica falta de tiempo, el predominio de una actitud de mínimo esfuerzo y de ligero hedonismo. Pudiera extenderse la lista, pero es suficiente para arribar a una inicial conclusión: nos toca enseñar y a los estudiantes aprender acerca de un arte con el que no se ha mantenido, muy a menudo, una imprescindible relación directa. No resulta extraño, entonces —porque este problema es universal y no hace sino agravarse—, que en el tristemente famoso El rincón del vago, y en otros muchos sitios similares de Internet, un lugar preponderante lo ocupen los sucedáneos de la lectura de la bibliografía activa y pasiva: resúmenes de argumentos, clasificaciones de personajes, ejemplificaciones de procedimientos retóricos, citas de críticos prestigiosos, y otras artimañas semejantes, con frecuencia erróneas, que ayudan a demasiados alumnos a capear el temporal del verdadero aprendizaje, en una suerte de crédula ilusión cognitiva de la que no somos ajenos muchos profesores. En consecuencia, me hago algunas preguntas: ¿qué es aprender literatura?, ¿cómo se aprende?, ¿los estudios cubanos de didáctica han tomado conciencia de la gravedad del asunto?, ¿qué puede hacerse para pasar del lamento amargo a la acción transformadora?
II
El motivo de nuestras pasiones y desvelos es un artefacto altamente complejo, y si no se parte de esa certeza primordial creo que siempre andaremos perdidos en ese singular laberinto de la subjetividad humana. Se trata de un objeto verbal que trasciende lo meramente lingüístico; que se conecta con la realidad sociohistórica y cultural por mediaciones no reducibles a un reflejo, por muy activo que se le declare; que exige para su aprehensión la cognición, la imaginación y la afectividad de modo inseparable; que posee una estructura multiestratificada de complicadísimas articulaciones; que muestra particularidades comunicativas muy distantes de las observables en las situaciones de la vida cotidiana; que ha sido estudiado mediante un sinfín de teorías a veces contradictorias entre sí; que existe en una logosfera, en una cámara de ecos, con otros innumerables textos de los cuales presenta huellas de la más diversa índole; que se realiza de forma irrepetible en la recepción de cada ser humano.
Tal complejidad pudiera calificarse, sin hiperbolizar, de infinita, es enemiga de las muchas posturas reductoras con que se ha pretendido rendirla en variados asedios, como:
• Los reduccionismos comunicativos, que pretenden determinar, a priori, una específica intención del emisor, con olvido de que en literatura no hay, salvo en casos excepcionales, copresencia de emisores y receptores, ni en el tiempo ni en el espacio; de que la supuesta intención autoral es casi siempre inverificable, pues como precisa Umberto Eco (1990): «Entre la inaccesible intención del autor y la discutible intención del lector está la intención transparente del texto que refuta una interpretación insostenible» (92).
• Los reduccionismos cognitivos, que confinan el estudio de los textos a sus aspectos temáticos e ideológicos, enunciados de manera plana y epidérmica, y así convierten, sin más, por ejemplo, una polisémica y polifónica novela como Cecilia Valdés, en una chata denuncia de la esclavitud.
• Los tenaces reduccionismos pedagogizantes, que instrumentalizan la literatura y, amparándose en las teorías de los ejes transversales y de la educación en valores, machacan sin cesar en los supuestos mensajes formativos, que dejan de serlo a fuerza de autoritarismo y aplicaciones forzadas. Al respecto expresa la escritora y educadora colombiana Beatriz Helena Robledo (2007):
La literatura es una producción cultural y su hábitat natural son los espacios culturales. Su función no es pedagógica y mucho menos didáctica. La literatura no se escribe para enseñar algo, ni para dejar mensajes moralistas. Tampoco se ha escrito para ser estudiada. (5)
Sin adoptar posturas extremas que nieguen el inmenso potencial educativo de la literatura y su aprovechamiento en clases, se impone una reflexión colectiva a fondo acerca de por qué y para qué se estudian los textos, que ensanche los horizontes de unas visiones desconocedoras de la más honda naturaleza de lo literario.
• Los reduccionismos de matriz filosófica, como el intento de establecer directamente relaciones entre forma y contenido, con desconocimiento de que estas son categorías generales que necesitan de específicos conceptos teórico-literarios para devenir operativos en un proceso de análisis, pues como afirma Desiderio Navarro (2007):
En la bibliografía marxista actual se pueden encontrar innumerables trabajos que discurren largamente sobre las relaciones de forma y contenido en la obra literaria, sin detenerse jamás a precisar qué tipos concretos de elementos y relaciones de esta pertenecen a la forma y cuáles al contenido. (131)
El prototipo de libro que ha inspirado tal postura entre nosotros es Fundamentos de la teoría literaria, de León Timoféiev (1979), texto de los años 50 del siglo xx, anclado en el más recalcitrante dogmatismo, utilizado durante años como manual en las carreras pedagógicas, cuando ya los propios soviéticos lo tenían en el olvido.
• Los reduccionismos metodológicos, que proponen algoritmos universales para cualquier tipo de textos, sin tomar en cuenta su filiación genérica, su naturaleza temática, su pertenencia a un movimiento o una tendencia, ni sus rasgos estructurales y lingüísticos dominantes.
• La obsesiva reducción clasificatoria de diferenciar de modo terminante el texto literario del no literario, cuando existen muchas zonas de hibridez y contaminación; cuando muchos teóricos afirman que esta diferenciación es resultado de convenciones históricas y culturales; cuando en potencia cualquier texto, con independencia de su naturaleza fónica, morfosintáctica, léxico-semántica y textual, puede devenir literario con tal de integrarse en un contexto de tal índole.
• El reduccionismo linguoestilístico de asignar a las figuras y tropos una función embellecedora, como si la literatura fuera una especie de pastel que puede elaborarse de cualquier manera, porque luego se va a adornar con el «merengue retórico» del que se burlara el gran Samuel Feijóo (1914-1992).
III
En esta misma línea de actuación como abogado del diablo, quiero expresar mi esencial discrepancia con el objeto de estudio del componente literario en nuestro nivel medio de escolarización, declarado desde hace décadas como la enseñanza del análisis literario.
En mi opinión, tal objeto debe estar centrado en la lectura, como disfrute de naturaleza cognitiva, imaginativa y afectiva, que no excluye, sino presupone la apreciación y el análisis, pero sobre otras bases que intentaré argumentar a continuación. El concepto de educación literaria, con todo lo que él implica de cambio de visión de tales problemas, puesto en circulación en los medios pedagógicos internacionales (Colomer, 2001; Cerrillo, 2010; Robledo, 2007; Llorens, 2008; Mendoza Fillola, 2006; Zayas, 2011) da cuenta, de modo mucho más integrador y pleno, de esta relación entre los seres humanos y la literatura en el contexto de los procesos de socialización y, en consecuencia, debiera recibir mucha mayor atención por parte de la academia cubana. Como afirma Alfonso Reyes (1968):
El fin de la creación literaria no es provocar la exégesis, sino iluminar el corazón de los hombres, de todos los hombres en lo que tienen de meramente humanos, y no en lo que tienen de especialistas en esta o la otra disciplina. (232)
El disfrute se encuentra afectado por procederes demasiado atados a la gramática y a lo discursivo-funcional, que con frecuencia olvidan que la literatura es, en esencia, arte, con todo lo que ello implica. Por su lado, el análisis apenas se logra, ni siquiera en lo referido al comentario tradicional, porque los conceptos se estudian de forma fragmentada, arbitraria y poco coherente.
Además, no se practica ningún conjunto de métodos a partir de una relación de pertinencia con el texto, en tanto sistema ordenado de pasos de complejidad creciente, análogo de su objeto de estudio y por necesidad diverso. Al respecto reina una general confusión a la que no es ajena la débil formación del profesorado.
Debido a que muchas de estas realidades están en proceso de cambio como parte del tercer perfeccionamiento del sistema educacional cubano, ahora son más necesarias que nunca las reflexiones en torno a estos problemas, para no repetirlos en el futuro.
La escuela debe tener como encargo supremo en este campo la formación de lectores entusiastas y reflexivos, que continúen leyendo a lo largo de toda su vida, y para lograr tal fin existen muchas vías más allá del análisis —que en realidad, como ya se dijo, pocas veces es tal—; por el contrario, esos intentos, sobre todo cuando se absolutiza o impone un único proceder, suelen ser poco motivadores y provocan con frecuencia el rechazo a lo literario.
Me he detenido en estos aspectos de la enseñanza-aprendizaje de la literatura en el nivel medio porque es el inesquivable horizonte de la formación de los estudiantes de las carreras pedagógicas. Sobre cada una de dichas aristas hay una amplia bibliografía accesible en Internet y en otras fuentes. Destaco esto, pues a diferencia de los distintos componentes de orden específicamente lingüístico, radicalmente renovados por el enfoque cognitivo, comunicativo y sociocultural, que tanto le debe a la ingente y valiosísima creación científico-pedagógica de Angelina Romeu Escobar (2007; 2013), en la didáctica de la literatura nos hemos quedado francamente atrás, tanto en el dominio de lo informativo-bibliográfico universal, como en las elaboraciones teórico-prácticas nacionales, aún demasiado marcadas —salvo excepciones como los artículos y libros iluminadores de Juan Ramón Montaño (2006; 2010)—, por criterios a menudo desfasados y propios de una época anterior al alud audiovisual y digital que ha arrasado con tantas ideas y prácticas arraigadas, en estos convulsos 2000.
Por otra parte, y como ineludible entorno de las reflexiones en curso, no deben ignorarse los reiterados reclamos de la intelectualidad cubana en los sucesivos congresos de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, acerca de la necesidad de reforzar la presencia del arte y la literatura en la escuela, ni la lúcida y valiente denuncia de Graziella Pogolotti en torno a la ausencia de la literatura cubana en los programas del bachillerato cubano (Garcés y Hernández, 2012: 6).
Piénsese, por ejemplo, de vuelta al asunto de la actualización informativa, en la escasísima bibliografía sobre el acercamiento lúdico a lo literario y en lo desconocido que resulta un libro bastante viejo como Gramática de la fantasía, de Gianni Rodari (1973) y se entenderá mejor por qué un rampante cognitivismo sigue haciendo de las suyas, como si solo bastaran el raciocinio y la comprensión para realizar buenas lecturas.
Asimismo, como puede comprobar cualquiera que haga un esfuerzo de búsqueda, las elaboraciones didácticas sobre la enseñanza-aprendizaje de la literatura en la universidad no son abundantes, por considerarse, muchas veces, que es mero metodologismo orientar las prácticas en ese nivel en que los métodos son esencialmente los de la investigación científica.
En todo ello hay algo de verdad y también de falacia, pues aunque la educación universitaria es reacia a imposiciones y estrecheces mentales y concede, con entera razón, un ancho espacio a lo investigativo y a la indeleble marca de la personalidad del profesor, nunca debe olvidarse que tal educación no es, ni puede ser, ajena a la pedagogía. Por ejemplo, el debate sobre los métodos de análisis no puede realizarse únicamente a la luz de la llamada ciencia literaria, sino también de la didáctica, porque dista mucho de ser lo mismo el trabajo en un centro de investigación que la cotidiana práctica de estudio de textos con un grupo de estudiantes. No es casual que eminentes educadoras de la talla de Camila Henríquez Ureña (1975) o Beatriz Maggi (2008), acompañasen su trascendente quehacer universitario con reflexiones acerca de la enseñanza, y en particular de la lectura, sobre la base de que aprender literatura es esencialmente aprender a leer. Sin olvidar que Ernesto García Alzola (1972), poeta, narrador, educador de fructífera trayectoria, nos legó, con Lengua y literatura, un texto clásico de la pedagogía cubana, más vivo y lozano que ningún otro de su perfil, por su fusión de sensibilidad, saber científico y galana escritura.
Una idea clave es la centralidad de la lectura sensible y reflexiva como punto de partida y de llegada de la educación literaria. Se lee conjugando emoción, imaginación, pensamiento, para erguirse humanamente en múltiples dimensiones, de manera que se logre seguir leyendo a lo largo de toda la vida, en una espiral de creciente enriquecimiento, que va de la inicial impresión placentera a la progresiva combinación de lo hedonístico, lo emocional y lo intelectivo, de modo cada vez más integrado y profundo. Cualquier intento de obviar esta multidimensionalidad y de privilegiar una determinada arista nos parece condenado al fracaso. Se emplea el término educación literaria por considerarlo más apropiado, por su carácter abarcador y su pertinencia, que los de competencia o cultura literaria. Al respecto afirma Felipe Zayas (2011):
Hablar de «educación literaria» implica un cambio de orientación en los objetivos y en la orientación didáctica: se declara con este término que la finalidad de la enseñanza de la literatura es formar lectores competentes, no trasmitir informaciones sobre historia literaria. (2011: 9-10)
En esta óptica, será bienvenido todo lo que lleve a ese indetenible impulso hacia la lectura, que en la adolescencia, por ejemplo, está constituido en su mayor parte por lecturas de literatura infantil y juvenil, hoy casi ausentes de nuestros arcaicos libros de texto.
La insistencia nuestra, rayana en lo obsesivo, respecto de lo sensible, lo emotivo e imaginativo, está lejos de ser casual. Tales términos aparecen raramente en los libros cubanos de didáctica de la literatura, como si fuera posible acceder a lo literario sin la implicación permanente y profunda de la esfera afectiva de la personalidad. Ese cognitivismo dogmático nos ha afectado bastante, y no lo ha hecho más porque los buenos profesores de literatura nunca lo han tenido muy en cuenta, y se entregan en mente y corazón en cada clase.
Está claro que la imaginación y la emoción no pueden someterse a algoritmos, y por eso estos son tan insuficientes para guiar el estudio de la literatura.
Imaginación y emoción solo se potencian en el contacto motivador, multiforme y prolongado con los textos.
La educación literaria, o como se prefiera llamar a esa formación para un contacto humanamente enriquecedor con la literatura, está necesariamente asociada a la práctica sistemática de la lectura y a la diversidad de intereses en cuanto a géneros, temas y movimientos. Lo contrario es un mero espejismo cultural.
Nuestro énfasis en lo emotivo al leer literatura no debe entenderse como simple efusión sentimental, como una suerte de éxtasis que nos deja sin palabras. Se trata del logro de un equilibrio, lo más armonioso posible, entre tales reacciones afectivas y un pensamiento que se apoya en conceptos teórico-literarios; en métodos de análisis, generalmente combinados; en un conocimiento de la historia literaria que solo proporcionan las muchas lecturas y que deviene un referente imprescindible para el ejercicio del criterio.
Los conceptos y métodos de análisis no deben ser considerados nunca fines en sí mismos, sino herramientas para una lectura más penetrante y sensible. Con independencia del método que se emplee —y será el texto el que lo demande según su ínsita naturaleza— debe quedar claro que la obra literaria es una integridad estructural y funcional, un sistema inserto en otros múltiples y variados sistemas, del cual no hay que estudiarlo todo, pero lo que se seleccione como objeto de estudio debe estar en función de la totalidad artística, como los elementos fónicos, métricos, gramaticales, retóricos u otros.
En relación con los métodos de análisis se observa, además, en la escuela y en las facultades de Ciencias pedagógicas o afines, una marcada tendencia a desconocer siglos de ciencia literaria, incluida la ingente creación metodológica del siglo xx —que va de la estilística y el formalismo ruso, pasando por el estructuralismo, la semiótica, la teoría de la recepción o la nueva retórica, a los estudios poscoloniales y de las subalternidades— y la ocupación de todo el espacio por el análisis del discurso y la lingüística del texto, que, como se sabe, no surgieron precisamente en el ámbito de los estudios literarios y pueden aportar valiosas herramientas conceptuales y analíticas, pero no sustituir ese referido caudal que arranca, en la llamada cultura occidental, con Aristóteles y su Poética.
El reto permanente de esas interacciones de estudio con la obra literaria parece ser cómo guiar por el profesor y cómo producir por el estudiante la gradual construcción de sentido, fruto del contacto motivado y reflexivo con aquella. Tal gradación supone una interacción inicial con los hechos lingüísticos (esclarecimiento de significados, inventarios léxicos, descripciones métricas y fónicas, etc.); y con los contextos histórico-literarios y biográficos, en un proceso virtualmente interminable en el que el texto es considerado en sí mismo y en los vínculos con su circunstancia. Ese discurrir, que culmina en las síntesis temáticas, en los juicios de valor y en la profunda implicación personal con lo leído, se favorece cuando se aprende a interrogar los textos de acuerdo con su especificidad y a seguir los movimientos de la escritura más allá de esquemas rígidos, a elaborar hipótesis que el devenir ulterior del análisis confirmará, refutará o dejará en el terreno de la duda inquietante. (¿Por qué este poema está escrito en octosílabos y no en endecasílabos?, ¿qué relación existe entre el sentimiento expresado y el ritmo de los versos?, ¿por qué aparece y reaparece tal objeto a lo largo del cuento o de la pieza teatral?, ¿por qué es este y no otro el punto de vista del narrador?, ¿cuál es la razón de ser de esta cita, comentario o referencia a otro texto en esta novela?…).
Porque tal vez lo más agónico de esa deliciosa conquista de saberes consiste en relacionar dialécticamente las selecciones temáticas, composicionales, lingüísticas, imaginales… presentes en el texto, con sus configuraciones semánticas y sus repercusiones estéticas, lo cual nos devuelve a la eterna discusión acerca de las complicadísimas relaciones entre forma y contenido. En otras palabras, establecer redes de pensamiento y afectividad, de carácter integrador, que exigen cultura lingüística, capacidad interpretativa y asociativa (del todo con la parte y viceversa, del texto con el mundo y con otros textos); entrenamiento de la sensibilidad y el intelecto para emitir juicios fundamentados y ver en la obra un todo aprehensible mediante un proceso de tránsito constante entre lo concreto-sensible y la abstracción generalizadora.
Se dice fácil, pero en la práctica es una faena escabrosa en grado sumo, en particular para el no lector, en la que nunca cabe esperar milagros. El anhelado pensamiento crítico, tan raro y preciado como los níveos unicornios de la imaginación medieval, puede favorecerse cuando se acumula un suficiente material descriptivo y analítico y cuando se buscan vías para que el salto hacia lo valorativo no lo sea hacia el vacío. Algunas preguntas pudieran quizás actuar como pautas orientadoras, retomadas una y otra vez, con variantes, clase tras clase: ¿cuál es la clave esencial para la aprehensión del texto, el eje temático que articula sus irradiaciones de sentido?, ¿qué relación guarda esa idea esencial y unificadora, llamada tema, con el lenguaje del texto y su organización compositiva, imaginal, intertextual?, ¿cómo insertar el texto en la corriente histórico-literaria de la que se ha extraído: qué aportó a las letras de su tiempo, qué se mantiene y qué ha caducado de su mensaje artístico?, ¿qué piensas del criterio demoledor del crítico x acerca de este libro?, ¿cómo me implico yo en la escritura, en qué medida me hizo pensar, sentir, disfrutar estéticamente, entenderme mejor a mí mismo como ser en el cosmos y crecer humanamente?
Una idea se reitera en la bibliografía contemporánea acerca de la educación literaria: la literatura necesita ser estudiada como literatura, como hipercódigo estetizado, al decir de los semióticos, no como cualquier clase de discurso; no confundida junto a otros muchos en detrimento de su identidad. El tan mencionado «arte de la palabra» lo es, en medida notable, por estar sujeto a numerosas convenciones de naturaleza retórica, genérica, métrica, intertextual, a los rasgos de un movimiento o tendencia artístico-literarios, que trascienden con creces la lengua estándar o los estilos del periodismo, la ciencia o el derecho, a tal punto que para un teórico como el norteamericano Jonathan Culler (1987) la competencia literaria se define «como conjunto de convenciones para leer textos literarios» (93).
La literariedad (literaturnost, término original del formalismo ruso) es una categoría polémica, pero necesaria y valiosa si se prescinde de lo ahistórico y lo metafísico de esa concepción inicial. Al respecto afirma Desiderio Navarro (1986) en su ensayo «La novela policial y la literatura artística»:
En nuestros días y en nuestro círculo cultural, los requisitos reconocidos por la conciencia literaria predominante (solo predominante, y mejor sería decir: aún predominante) son los siguientes: en primer término, la preponderancia de la función estética (o poética o autotélica) sobre las restantes funciones de la obra o la presencia particularmente intensa de dicha función; seguidamente, el carácter estructural de la creación de la obra, así como, con carácter alternativo, el exceso de organización del material lingüístico y el carácter ficticio del mundo presentado; y por último, la originalidad de la solución artística que se aparta creadoramente de los modelos de la tradición. (101)
Por su parte, Henryk Markiewicz (2010) expone:
Hoy día nos estamos dando más clara cuenta que nunca de que la obra literaria es la resultante de los datos del texto y de las estrategias interpretativas del receptor. El primero de estos factores es invariable; el segundo, cambia a fondo en más de una ocasión, provocando la existencia multiforme de una misma obra en el tiempo y el espacio social. (217-8)
Nótese cómo en ambas citas, junto a invariantes de lenguaje y estructura, se añaden aspectos ligados a la estética literaria, históricamente condicionada, todo lo cual trasciende ampliamente la visión de la estilística funcional, convertida últimamente entre nosotros en protagonista, al establecer las tipologías textuales, sobre la base de presupuestos lingüísticos.
En los ámbitos pedagógico y didáctico, estas disquisiciones desembocan en la idea —a mi entender muy discutible— de que el literario es un discurso más entre otros, que merece una atención similar a los del periodismo, la ciencia o la publicidad.
De ese modo se pierde de vista que la literatura está en la base de la formación cultural, espiritual, humanística, de la persona, y que si bien hay que familiarizar al estudiante con la más amplia variedad textual, nunca puede olvidarse esa contribución esencial e insustituible de la creación literaria a una existencia más plena.
Urge un cambio en la apreciación del vínculo necesario entre texto literario y contexto histórico y sociocultural, sin el cual no resulta posible la iluminación del enigma que es toda obra auténticamente literaria. ¿Qué ha ocurrido y ocurre con harta frecuencia? Que los llamados panoramas introductorios o acercamientos van por un lado y las características ideo-temáticas, estructurales, lingüísticas, van por otro, pues no se determinan los nexos esenciales entre vida y literatura ni se respeta la autonomía del arte, que en el caso de las letras presenta, en la intertextualidad, un rasgo fundamental, muchas veces más deudor de la tradición, de los tópicos (ubi sunt, carpe diem, pro patria mori, beatus ille, locus amoenus y un largo etcétera), y de otras de las antes aludidas convenciones, que de una coyuntura sociohistórica específica.
Siempre será válido lo que permite esclarecer los rasgos y valores del texto de modo dialéctico y no mecánico, es decir, no como causalidad directa sino mediada por la especificidad de lo artístico y por lo irrepetiblemente personal, pues no por gusto, sin quedar al margen de la conciencia social, la literatura ha sido reiteradamente llamada el oficio más solitario del mundo.
Se necesita potenciar el entrenamiento en el goce de la materia sonora, rítmica, visual, de los significantes literarios. Convertir la literatura en puro desarrollo de habilidades de orden cognitivo supone echar por la borda un componente esencial de la función poética y asimilarla a la comunicación lingüística estándar, para la cual la materialidad de lo verbal es casi siempre indiferente.
Se trata de distinguir, por ejemplo, figuras como la aliteración y la paronomasia; de diferenciar lo eufónico de lo cacofónico y lo rítmico de lo antirrítmico; de discriminar entre la rima fácil y la lograda, pero no por un afán clasificatorio, sino como goce de la lengua materna —o de otras lenguas que se conozcan— por sí misma, en su condición de fuente sonora y visual de inagotable belleza, a la vez trasmisora de visiones del mundo.
De ese contacto perceptual, inseparablemente ligado a la semántica del texto, deberá surgir, de manera gradual, un sentido crítico, cada vez más aguzado, imprescindible en el que enseña, importante para cualquier lector, capaz de aprehender cuándo el idioma, tanto en verso como en prosa, suena en todas sus posibilidades musicales o se despliega con acierto en la página o en la pantalla, y cuándo incurre en lo estereotipado, lo ramplón y previsible.
Debe tomarse más en cuenta el respeto aladiversidad cultural y la exaltación del diálogo ecuménico de las culturas, en oposición al tenaz paradigma eurocentrista que prevalece en nuestros programas, incluso en la universidad. ¿Cuándo van a enterarse nuestros estudiantes de que existieron Omar Khayyam, Li Tai Po o Matsuo Basho, poetas tan importantes como los europeos que les son contemporáneos, por solo referirnos a los tiempos medievales y a los albores de la modernidad?
Los profesores necesitan cultivar las habilidades profesionales básicas ligadas a la enseñanza de la literatura: leer con fidelidad a los matices tonales, de modo que la comunicación oral de los textos los entregue íntegros y palpitantes; memorizar y recitar fragmentos y textos completos, lo cual para el estudiante es testimonio de la pasión de su educador por la materia que enseña, tan ligada a las entrañas del espíritu; contar con agilidad y colorido, sin que tenga que convertirse en un narrador escénico; decir con soltura y autenticidad los diálogos teatrales, incluidos los muchos que fueron escritos en verso. De tales aptitudes casi nunca se habla en nuestros manuales de didáctica, pero sin ellas difícilmente una clase se aparte del verbalismo y del aburrimiento, enemigos mortales del aprendizaje verdadero.
La enseñanza y el aprendizaje han de insertarse en la cultura viva y actual de la ciudad, la provincia, el país y el mundo. El estudio de la literatura, y ella misma, se renuevan constantemente, tal como las sucesivas generaciones de lectores, aportadoras de visiones incesantemente novedosas de los textos. El canon clásico mantiene su condición de tal, como se ha dicho en tantas ocasiones, porque es capaz de dialogar culturalmente con mujeres y hombres que lo recrean al llegar a sus páginas desde su cambiante espiritualidad, marcada a fuego por la época.
Una clase de literatura en la que no se hable de novedades editoriales; en la que no se discuta cuáles son los candidatos del año con más opciones al Premio Nacional de Literatura, al Cervantes o al Nobel; en la que no se debata la mayor o menor justicia de tales otorgamientos; en la que no circulen revistas como El Caimán Barbudo, La Gaceta de Cuba, La Siempreviva, Revolución y Cultura o Unión; a la que no se traigan escritores, críticos o editores para sostener intercambios sinceros y polémicos, difícilmente cumpla sus propósitos de más hondo alcance.
Es recomendable avanzar, desde una concepción eminentemente cronológica y enciclopedista de los estudios literarios, hacia modalidades más flexibles, participativas y reflexivas. El tratamiento de las literaturas en riguroso ordenamiento histórico se ha abandonado desde hace tiempo en muchos lugares y se ha sustituido, en mayor o menor medida, por una estructura curricular mucho más libre, centrada en temas específicos de alta incidencia social y cultural que se desarrollan mediante seminarios o talleres, orientados al protagonismo analítico y sistematizador del estudiante, con el auxilio intensivo de las tecnologías de la informática y las comunicaciones.
Este criterio de organización curricular, sin radicalismos que echen por la borda una legítima visión historicista, debiera aplicarse más ampliamente entre nosotros.
El aprovechamiento de las potencialidades de la audiovisualidad y la informática, consideradas como oportunidades, no como amenazas, está a la orden del día. No existe ninguna razón que haga suponer que la lectura de textos literarios escritos en los formatos tradicionales vaya a aumentar en el futuro; más bien cabe esperar un sostenido avance en el consumo de imágenes en movimiento acompañadas de sonidos y música. En tales circunstancias, la lectura en general, y en específico la literaria en contextos de aprendizaje escolar, o se transforman, o pueden verse condenadas a una regresión tal que las lleve al confinamiento en un espacio periférico y crecientemente marginal.
Los axiomas creídos inviolables acerca de la precedencia de la lectura en relación con la visión de audiovisuales necesitan ser flexibilizados y deconstruidos, a tal punto que quizás el producto que pudiera adecuarse mejor a la situación actual —y sobre todo futura— sea una mezcla de texto e imagen concebida especialmente para ese joven de hoy y de mañana, que los leerá en libros electrónicos o artefactos similares difíciles de imaginar ni aun por el más imaginativo narrador de ciencia-ficción.
En tanto aparezcan esos híbridos tentadores, pudiera pensarse en explotar intensamente las posibilidades de las plataformas interactivas, los softwares educativos y los productos multimedia mediante metódicas que es necesario descubrir y sistematizar sobre la marcha; concebir las lecturas en vínculo inseparable con las versiones fílmicas de ficción y documentales; disponer de un banco de materiales motivadores de la lectura, en fragmentos breves; realizar con frecuencia ejercicios comparativos a partir de la lectura de un texto y de su tratamiento en diferentes versiones fílmicas o de otro tipo; practicar en el caso de obras específicas y determinados estudiantes, la escucha de audiolibros; vincular los videojuegos a la lectura, cuando resulte posible, o trabajar en el diseño de otros que la presupongan. A su vez, desplegar nuestra capacidad creativa para motivar la lectura en los formatos tradicionales, porque es culturalmente necesario y por las actuales limitaciones de equipamiento y de acceso a las nuevas tecnologías.
Conclusiones
Si hay un área de saberes y prácticas donde no es posible atarse a dogmas y otras estrecheces mentales es la educación literaria. Se trata, por encima de todo, de lograr, y hacer sostenible en el tiempo, la práctica amorosa de lecturas productivas en lo cognitivo, disfrutables, emotivas, diversas, transgresoramente respetuosas de los clásicos y dispuestas a aventurarse en la galaxia editorial contemporánea.
El debate académico o publicístico sobre este tema es una necesidad impostergable para avanzar hacia quehaceres pedagógicos más satisfactorios. La aguda crisis que padecemos en este ámbito, agravada en los últimos años —pese a que cada vez más se defienden, por extraño que parezca, más tesis de maestría y doctorado de temáticas afines—, es uno de los frenos principales al desarrollo de una didáctica coherente con el devenir actual de la creación artística y científica. Sembrar dudas e inquietudes, someter todo a discusión para enriquecerlo entre todos, es una actitud rara entre nosotros, pero sin ella no habrá auténtica ciencia en este campo.
El cambio de los términos de enseñanza o enseñanza-aprendizaje de la literatura por el de educación literaria no constituye una mera sustitución léxica, sino que obedece a razones más profundas y sustanciosas.
De los saberes literarios como parte de la sociabilidad aristocrática y burguesa; de la normatividad defensora de un pretendido «buen gusto» proporcionado por «las bellas letras»; de la fiebre clasificatoria de figuras, géneros, tipos versales y estróficos que obsesionó a la preceptiva tradicional; de las visiones centradas en la descripción y análisis de las estructuras lingüísticas, se propugna el paso a una concepción que se esfuerza por armonizar disfrute estético —sin el placer de la lectura no hay contacto con lo literario— y descubrimiento de los sentidos latentes que la persona hace suyos mientras crece como lector y como ser humano, en la medida en que se interpenetran los mensajes de los textos y la irrepetible vida espiritual de cada uno, como impulso hacia una plenitud cultural que trasciende, negándolas dialécticamente, nociones como las de habilidad o competencia, pues se trata, en tanto propósito primordial de la aludida educación literaria, del universo del humanismo, en nuestro caso de uno emancipatorio, crítico, anclado en nuestra memoria y en nuestra tradición revolucionaria.
Ante el alud de banalidad, homogeneización, hedonismo liviano, conformismo y superficialidad, provenientes de una pseudocultura capitalista que apuesta por la más burda tontería masiva, la educación literaria es uno de los pocos remedios eficaces que tenemos a nuestro alcance para solventar los duros retos que enfrenta la vida espiritual de la nación.
Una ancha visión humanista, más allá de estériles tecnicismos, no significa renegar de la teoría, sino ponerla en función de un contacto impulsor de la plenitud sensible y pensante de los seres humanos.
Pluralidad, sin renuncia a nuestra cosmovisión marxista y martiana, pudiera ser la brújula en el enmarañado bosque teórico y metodológico de estos tiempos, que no queda al margen de la guerra global por la hegemonía ideológica.
El universo en expansión de la informática y las comunicaciones nos plantea oportunidades y retos mayúsculos. Urge una actualización didáctica del proceso de enseñanza-aprendizaje literario a la luz de esa dinámica que nos está cambiando radicalmente la vida.
La literatura no es el centro alrededor del cual giran todos los seres y las cosas, ni es inventora del mundo como han sostenido algunos, pero sin ella no habría identidad ni memoria, y la palabra constituiría apenas un código elemental. El trabajo amoroso y creativo para que la lectura de textos literarios sea en el presente y en el futuro una de las necesidades imprescindibles del espíritu es nuestra misión, nuestra razón de ser. Son muchos los desafíos, pero nos salvará el poderoso influjo de Eros y la terca decisión del hijo de Zeus y Alcmena, en la faena de desentrañar esos mensajes lanzados al mar en una botella, para que nos volvamos mejores seres humanos.