Decía Marc Bloch que la historia es la ciencia de los hombres en el tiempo. Con ello reafirmaba una de las nociones que con más fuerza ha presidido el trabajo de los devotos de Clío. Lo temporal ha sido siempre nuestra dimensión, nuestro escenario, nuestra obsesión y también nuestra trampa.
Pensar el tiempo ha acompañado desde siempre al oficio de historiador. Tiempo y memoria son la materia prima con la que trabajamos. Ya lo sabían los griegos y romanos, también los sabios del medioevo y por supuesto aquellos hombres de las luces que depositaron en el discurrir de Cronos su fe en la llegada de un mundo mejor.
Con el surgimiento en pleno de la ciencia histórica, allá por el mil ochocientos de la mano de la conflictiva convergencia entre el positivismo y el marxismo, la reflexión en torno al tiempo ganó en complejidad; justo en un contexto en el cual su sentido como magnitud física empezaba a ser lentamente erosionado dentro de paulatino proceso que sentó las pautas para la revolución copernicana encarnada en la Teoría de la Relatividad de Einstein.
En el siglo XX, la Escuela de los Annales –específicamente el maestro de su segunda generación, Fernand Braudel– dialogó de forma en extremo creativa y coherente con el tiempo. Subrayó su singularidad cuando se une este al adjetivo histórico y recalcó que la velocidad del decurso es diversa dentro de una misma sociedad. Los tiempos corto y medio y sobre todo la larga duración emergen como aportes que marcaron un parteaguas al interior de nuestra disciplina.
Vale aclarar, empero, que no han sido las consideraciones braudelianias referentes aceptados a rajatabla por todos. Con los Annales y sus temporalidades se ha debatido y mucho. El afán de Braudel por subrayar las permanencias frente al cambio se ha visto como expresión de posiciones conservadoras tendentes a desustanciar conceptos medulares como el de revolución. Autores como Josep Fontana y Jorge Luis Acanda han terciado respecto a estos tópicos.
En Cuba, la reflexión historiográfica en torno al tiempo y sus complejidades encuentra sus orígenes en las maneras de hacer de nuestros primeros historiadores allá por el mil setecientos. La singular mirada construida a partir de la confluencia entre la savia criolla en plena maduración y los conceptos ilustrados que atravesaban el Atlántico dio vida a la particular cosmovisión temporal de una élite a medio camino entre el Antiguo Régimen y la modernidad. Para finales del siglo XVIII, la Generación del 92 comandada por Arango y Parreño se sintió ya en la capacidad de manipular a plenitud el tiempo, al subordinarlo a la construcción de un relato de la clara funcionalidad política.
En el fragor de la centuria decimonónica, emergió una lectura del tiempo también conectada con lo político. El vareliano “hacer solo lo que es posible hacer” antecedió a la lectura evolucionista del autonomismo y la preocupación martiana por lograr, a tiempo, la emancipación plena de la patria.
Durante primera mitad del siglo XX, fue la literatura el ámbito para la más honda reflexión sobre el tiempo. La obra de Mañach, Lezama, Virgilio y Eliseo Diego constituye muestra relevante de estas cavilaciones. Resultaron también estos decenios testigos de nuevas interpelaciones políticas a lo temporal. El fatuo esfuerzo de eternidad de nuestros tiranos coincidió con el tiempo de la revolución impulsado por los jóvenes de la década crítica y la Generación del Centenario. En paralelo, aunque no desconectada de los dilemas de la época, la ciencia histórica dialogó sobre estos asuntos de la mano de figuras como Fernando Ortiz, Ramiro Guerra y Herminio Portell Vilá.
Con el triunfo de la Revolución, el tiempo alcanzó una nueva connotación. El discurso político releyó el pasado desde la lógica de impugnación al viejo régimen derrotado, asumió el presente como momento de realización del cambio radical y ubicó al futuro como tierra prometida a la cual inexorablemente se arribaría. En este contexto, el marxismo en su versión soviética se convirtió –no sin resistencia de otras maneras de pensar y hacer– en la corriente hegemónica dentro del campo historiográfico. Tal realidad supuso la imposición de presupuestos dogmáticos para entender la realidad social, entre ellos los relativos al tiempo y sus complejidades. El fin del campo socialista y la ampliación de referentes para las ciencias sociales cubanas implicó una readecuación de este escenario; el surgimiento de nuevas condiciones de producción y la pluralización de las miradas a los fundamentos teóricos de la Historia. Hijo de estas circunstancias otras es este libro que asume el reto de indagar en el enrevesado universo de las temporalidades.
Estamos aquí ante una obra coral en la cual acercamientos disímiles construyen un discurso holístico. En dos secciones se divide el libro; una consagrada a lo teórico y otra que apunta a objetos de estudio particulares de connotación factual.
La primera parte de volumen tiene la capacidad de atrapar de inmediato al lector. Mientras Bruno Henríquez nos brinda su versión de la historia del tiempo como constructo humano, Mildred de la Torre cuestiona las insuficiencias de la historiografía cubana para reconstruir integralmente la totalidad social, en tanto Yoel Cordoví y Edelberto Leiva dialogan con los conceptos braudelianos y los regímenes de historicidad, respectivamente. Por su lado, Camilo Rodríguez nos entrega una aportadora mirada a la transición socialista a partir de la centralidad del concepto de tiempo político. Vale recalcar que estos ensayos destacan por la articulación que alcanzan a pesar de la pluralidad de sus puntos de partida.
En un segundo momento, los conceptos aterrizan y se convierten en certeros instrumentos para el análisis de realidades concretas. Blandine Destremau coloca el acento en el dramático tópico del envejecimiento poblacional, uno de los retos de mayor dimensión que enfrenta hoy nuestro país. Asimismo, Ana Vera conduce al lector por el trágico fin del mundo azucarero, ya hoy inexistente en buena parte de la Isla, y desde allí propone un acercamiento a las percepciones sobre el pasado y el peso de estas en la configuración del presente y en los imaginarios que se modelan de cara al futuro. Música le pone a este libro María de los Ángeles Córdova, mediante la recreación de los postulados Braudel y con el propósito reevaluar los aportes de Fernando Ortiz al análisis de la sonoridad de lo cubano. Hilda M. Alonso –a su vez– se adentra en las rutas de la patrimonialización, fenómeno intrínsecamente unido a las temporalidades que las sociedades estructuran; al tiempo que Enrique Beldarraín invita a sumergirse en el muy actual tema del combate a las epidemias y cómo en este el tiempo en sus diferentes manifestaciones dista de ser una variable menor.
El empeño y talento creativo de las coordinadoras de este volumen ha dado lugar a un muy atractivo texto, en el que la historia abraza a otras disciplinas del saber para reflexionar sobre esa constante en nuestras vidas que es el tiempo. La magia de lo temporal y la particular lectura que de ella se hace en esta isla tropical son aquí los protagonistas.
Queridos amigos, no podía ser de otra manera, se me acaba el tiempo y debo concretar el convite. Complazco pues a Cronos el inflexible. Dense el gusto de navegar por las páginas de este libro. Créanme que será una buena inversión.