Hablar de ternura como derecho pareciera ridículo. Afirmar la felicidad como exigencia política pareciera, en términos conservadores, una utopía, y en términos fundamentalistas, una estupidez. ¿Por qué? ¿Qué lugar tienen los afectos en el orden social humano? ¿Todo paradigma coloca la felicidad en igual dimensión? ¿La ternura es afirmación posible de la vida pública o reducto del mundo privado? ¿La felicidad como contenido cabe en la política realmente existente, o es una quimera allende la historia? ¿La felicidad y la ternura son de vocación individual o esencia del orden social liberador? ¿Son viables estas preguntas, al menos como preguntas, en los tiempos que corren, donde la anomia social, el individualismo desmovilizador y la crisis de paradigmas colectivos muestran signos punzantes?