miércoles, 04-12-2024
El blog de la revista Temas
Cultura, fes y diálogos. Mons. Carlos Manuel de Céspedes in memoriam
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* Panel realizado en la sede de la revista Temas, el 14 de marzo de 2023.
Participantes
P. Ariel Suárez Jauregui. Secretario Adjunto de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba (COCC).
Esther Lilian González. Periodista. Sistema Informativo de la Televisión Cubana.
Aurelio Alonso. Sociólogo.
Rafael Hernández. Politólogo. Director de Temas.
Foto: Laysun/Revista Temas
Rafael Hernández: Monseñor Carlos Manuel de Céspedes nos acompañó en este empeño de la revista Temas, en este proyecto de intercambio, debate, diálogo, reflexión, análisis crítico, de los problemas de la realidad cubana y del mundo, desde el principio. El 25 de abril de 1996 presentamos el número 4 de Temas —que es una rareza bibliográfica hoy, tanto que ni nosotros tenemos un ejemplar—, que correspondía al año 95, pero se demoró en salir por retrasos nuestros, por el trabajo que conllevó. Fue el primero donde recogimos la problemática de la religión, la sociedad y la cultura, vista en un sentido amplio, y tuvimos el privilegio de contar con un ensayo del padre Carlos Manuel que se titula: “¿El pueblo cubano es católico o no?”. Ese texto fue el primer ensayo publicado por él en una revista como la nuestra, es decir, no de la Iglesia, sino una revista de ciencias sociales y estudios culturales, que existe desde 1995. Después de eso, en el número 11, nos dio una entrevista que titulamos “Pensando en cubano. Una conversación sobre religión y cultura”, donde reflexiona sobre la realidad y la cultura cubanas. Y en 2013, el número 75 de la revista publicó “Valores en crisis”, un debate donde participaron la profesora de la Facultad de Psicología Laura Domínguez; un maestro emergente, Wifredo Mederos; Israel Rojas, el director del grupo Buena Fe, y monseñor Carlos Manuel de Céspedes, que fue, digamos, la estrella de este panel, y que tuvo un auditorio de ciento cincuenta personas, algunas de ellas sentadas en el suelo. Yo creo que ese ha sido, quizás, el panel culminante que hemos hecho desde el punto de vista de la asistencia, del interés que despertó, y de la sustancia de las cosas que se trataron.
El propósito hoy es celebrarlo a él, celebrar su compañía, hacer esta reflexión —diez años después de su partida física— sobre la cultura, la fe y el diálogo, que fue un tema central en toda su obra, en toda su trayectoria, más allá de su colaboración con la revista. Para eso hemos invitado al padre Ariel Suárez, a quien le agradecemos mucho porque no es la primera vez que está en un panel de Temas. Está con nosotros, por primera vez, Esther Lilian González de la Fuente, quien ha estudiado los medios de comunicación —incluyendo los de la Iglesia— en su condición de periodista del Sistema Informativo de la Televisión Cubana. Ella conduce un programa que se llama En buen cubano, me ha entrevistado muchas veces, y yo me he aprovechado de esa deuda para sentarla en este panel. Y presente a través de las tecnologías estará Aurelio Alonso, sociólogo, que ha estudiado la religión y la Iglesia cubana después del año 59. A los tres les agradezco mucho su presencia.
De manera que quisiéramos abrir una conversación acerca de esta temática entre todos los presentes. Aprovecho para mencionar que están en el auditorio monseñor Emilio Aranguren, obispo de Holguín y presidente de la Conferencia Episcopal, y monseñor Manuel de Céspedes, hermano de Carlos Manuel y obispo emérito de Matanzas, que ha venido expresamente desde allá para acompañarnos. Les agradecemos muchísimo que estén aquí con nosotros hoy.
El panel será el punto de partida, y todos están invitados después a participar en este intercambio, como siempre hacemos en los paneles de Temas. Sin más, le doy la palabra al padre Ariel Suárez, que también ha hecho cualquier cantidad de acrobacias para poder venir, en medio de sus múltiples responsabilidades como secretario de la Conferencia Episcopal.
P. Ariel Suárez: Muy buenos días y muchas gracias a todos, a Rafael de modo especial, por la deferencia y la confianza de pensar que podría decir alguna cosa válida esta mañana aquí.
Yo voy a dar un testimonio de monseñor Carlos Manuel. Creo que me conoció antes de que yo naciera, porque era un buen amigo de mi familia, de mis padres, de mis abuelos. Él tenía una gran estima por mi abuela paterna, y siempre decía que era una santa de altar, porque había tenido nueve hijos y enterró a cuatro. Cuando yo nací, tuve graves problemas de respiración, por algo que se llama membrana hialina. El 12 de abril de 1973, cuando mis padres pensaron que me iba a morir, fueron a buscar a monseñor Carlos Manuel a la parroquia donde él estaba, y ese mismo día monseñor Carlos Manuel me bautizó con un algodoncito con agua, en la incubadora en la que me tenían en Maternidad de Línea, mientras la ambulancia esperaba para trasladarme al Hospital William Soler, que era donde único había un pulmón artificial en Cuba en esa época. Esto siempre fue objeto de bromas entre monseñor y yo, porque cuando me sacan del hospital, mi padre, que era un católico bastante ortodoxo, dijo: “Pero su bautismo no está registrado, y por lo tanto hay que renovar todo, vamos a completar los ritos para que pueda inscribirse en una parroquia”. Una tía mía trabajaba de secretaria en la iglesia de Monserrate, en Galiano, frente al cine teatro América, y monseñor Azcárate, que era el obispo auxiliar de La Habana completa los ritos. Yo era tan niño que no me puedo acordar si los completó o lo hizo todos, el caso es que estoy inscrito como bautizado el 1 de julio del 76 en la parroquia de Monserrat, cuando en realidad fue monseñor Carlos Manuel el que me bautizó. Cuando yo quería embromarlo le decía: “Yo creo que tu bautismo no era válido porque a mí me tuvieron que bautizar de nuevo”, y él me decía: “No, no, no, el mío es el que vale”. El 7 de agosto de 1999 me ordenaron cura. Después de la ordenación, uno va saludando a todos los sacerdotes que están en la ceremonia, y cuando llego a darle el abrazo a Carlos Manuel, él estaba llorando y me dice: “Este era el niño que se moría y míralo aquí, es ya un sacerdote”.
Por lo tanto, quiero decir que mi relación con monseñor Carlos Manuel tenía ese matiz, de un cariño que yo sabía que él sentía por mis padres, por mi abuela, y que mi familia le profesaba a él.
Lamentablemente, nunca me dio clases en el seminario, fíjense qué cosa, porque la teología yo la estudié en Roma, y monseñor Carlos Manuel era básicamente profesor de materias de teología en el Seminario. Sin embargo, eso no quita que leyera todo lo que él escribiera, que estuviéramos siempre tan al tanto de las cosas que compartía.
Quiero destacar varias cosas que me impresionaron de su vida y de su personalidad. Primeramente, creo que Carlos Manuel tenía una capacidad increíble de establecer relaciones humanas y de interactuar con todo tipo de personas con diversas edades, nivel cultural o de instrucción. Con la vastísima cultura que todos sabemos que poseía, lograba un acercamiento, se hacía asequible a todo tipo de persona, y eso para mí es muy impresionante. Significa que él respetaba profundamente al ser humano y que no estaba prejuiciado frente a ninguno de ellos en virtud ni de su condición ni de su pensamiento social o político, o de la ideología que profesase.
Monseñor tenía una visión positiva del ser humano. Nosotros recordamos frases suyas muy originales y ocurrentes, y las repetíamos en el Seminario. Por ejemplo, él decía que todos éramos generalmente buenos, que la mayoría de los seres humanos que había encontrado en su vida, eran “buenos con pinticas”. Esa positividad y ese respeto que él sentía por cada persona, lo capacitaba para ser el hombre enormemente dialogante que fue.
Yo de verdad siento que, si en mi vida personal me esfuerzo por vivir de esta manera, se lo debo a monseñor Carlos Manuel, y también al cardenal Jaime Ortega, por su manera de ver la realidad. Ellos decían que tenemos que conversar con todo el mundo, tenemos que poder hablar con todos, las personas valen lo que valen los argumentos, las razones, incluso con aquellos que no piensan como nosotros, aquellos con los que tenemos discrepancias. Pero tiene que haber una manera de relacionarse y de exponer las cosas “donde el interlocutor no te dé un portazo”, decía monseñor Carlos Manuel. Hay que tratar de que, incluso cuando sabemos que no vamos a estar de acuerdo todos, no se sienta que fue una confrontación, una pelea, sino una exposición respetuosa de los argumentos.
Yo siempre vi en monseñor a Carlos Manuel esta capacidad de relación increíble, esa capacidad de trabajo. Y le decía: “¿Pero a qué hora tú puedes escribir tanto, a qué hora puedes estudiar tanto, cómo haces para preparar las clases del Seminario y darlas tan bien, con todas las responsabilidades que tienes, la parroquia, la vicaría, la secretaría de la Conferencia Episcopal durante tantos años, con tanta gente que viene a verte? Vi pasar por las parroquias de Carlos Manuel a personas de todas las edades, de todos los ámbitos culturales de este país, y él tenía tiempo para todas, y también para visitar a los enfermos, para ocuparse de los curas que andaban con dificultades o que estaban enfermos, de los pensionados. Acabadito de ordenarme de cura, enfermé de una hepatitis que me duró más de un año, con giardias y amebas, y tengo que decir que monseñor Carlos Manuel de Céspedes fue de los curas que me visitaron regularmente en mi casa y en la parroquia cuando yo estaba de reposo, y yo decía: “¿Cómo este hombre saca tiempo para esto también, para venirme a ver a mí, que soy un cura que lo que tiene son unos meses de ordenado, cuando él ya es la personalidad que todos en Cuba conocemos?
Yo tenía una parroquiana que era miembro de la Academia de la Lengua y me decía: “La Academia ganó con la presencia de Carlos Manuel; increíble, empezó a tener una solidez, mejoró el ambiente con sus diálogos, los vínculos que él lograba, todo lo que él aportaba, por su propia historia personal, sobre el valor de la cultura cubana, que él de alguna manera encarnaba. Era admirable”.
Su etapa final, que la mayoría de los que están aquí presentes conocen, fue probada por una enfermedad muy seria, muy dura. Monseñor Carlos Manuel de Céspedes se levantaba bien tempranito para untarse aquellas cremas en la piel, ya deteriorada por el cáncer, y sufría unos dolores tremendos. Me decía: “Voy caminando y me parece que voy pisando sobre cristales”. En momentos tan duros, aquel hombre incluso iba al hospital a darse la quimioterapia y otros tratamientos, y estaba después en el aula del Seminario, sin quejarse. Entre los seminaristas oíamos los cuentos de empleados de las iglesias o de las parroquias que faltan porque es el día de su cumpleaños, o porque les duele la cabeza, o porque vomitaron ayer, y tienen que estar tres días de reposo, y yo veía a Carlos Manuel que nunca faltó a clases, que nunca dejó de hacer su responsabilidad. Nunca se quejaba, se sobreponía al dolor, y nosotros decíamos: “Esa fábrica que genera hombres y mujeres de esta estirpe, cerró, ese molde se acabó”.
Entonces, de verdad, yo todo lo que recuerdo de él es grato, sobre todo su increíble capacidad de tender vínculos con todo el mundo, de ser puente. Decimos que el Papa es el Sumo Pontífice de la Iglesia —justamente ayer se estaban celebrando once años de pontificado de Francisco— porque significa puente. Todo sacerdote, todo pastor, todo obispo, tiene que ser puente ahí donde esté, puente que una a los hombres con Dios, y también que una a los hombres en un país, en una nación. Creo que monseñor Carlos Manuel fue eso entre nosotros, fue pontífice, acercó a mucha gente a Dios, y también a muchas personas entre sí; abrió caminos, horizontes, quitó prejuicios y ayudó a pensar de una manera nueva, a reconciliar personas y posturas, a que se pudiera dialogar incluso sobre puntos espinosos. Gente así siempre las vamos a necesitar, y en Cuba son más necesarias que nunca en este momento, personas luminosas, que abran caminos, que no se cierren al diálogo, que puedan pensar y sentar en una misma mesa a personas con diversidad de opiniones, de pensamiento, de fe también, para pensar y trabajar juntos por un presente y un futuro mejor para la nación, para la iglesia.
La Iglesia ahora mismo quiere vivir de esa manera. Eso lo que el Papa Francisco propone cuando nos habla del proceso sinodal, y nos pide que haya una iglesia con un estilo y un talante sinodal. La palabra sínodo significa, en griego, caminar juntos, y queremos de verdad esforzarnos, porque cuesta trabajo, también dentro de la Iglesia, poder andar todos juntos y unidos, y escucharnos y respetarnos en las diferencias. A monseñor Carlos Manuel esto se le daba naturalmente, tenía el arte y el carisma de unificar, de conversar, dialogar, de poder entablar comunicación con todo el mundo. Probablemente esa es una de las cosas que yo más aprecio y recuerdo con tanto cariño de él.
Muchas gracias a todos, he intentado ofrecer un testimonio sencillo pero agradecido y profundo, de lo que representó en mi vida la figura de monseñor Carlos Manuel y de lo que yo creo que representó para la Iglesia y para la nación cubana.
Foto: Revista Temas
Rafael Hernández: Muchas gracias, padre Ariel, por ese testimonio tan personal y a la vez tan reflexivo sobre Carlos Manuel y sobre su legado. Entonces, vamos a ver y escuchar (en video) a Aurelio Alonso, que fue un amigo entrañable de Carlos Manuel desde la época en que este escribía en el periódico El Mundo su espacio “Mundo católico”. Aurelio quería venir, pero no pudo, y estas son sus palabras. Le pedimos que fuera lo más sintético posible, pero ustedes saben cómo es cuando se tienen ochenta y cuatro años y se trata de una cuestión que él ha trabajado tanto, sobre la cual ha reflexionado tanto, y una experiencia tan ligada con toda esta problemática, en particular con el estudio de la iglesia y de la sociedad cubana. Es un poquito más largo, pero creo que vale la pena.
Aurelio Alonso: Tanto el título de este panel, como su vocación, constituyen un desafío. Hablar de cultura, fe y diálogo supone una relación conceptual, conectar tres conceptos claves, y también que hablemos de este hecho enmarcado históricamente. No se trata de que nos pongamos a hacer filosofía sino de cómo se ha expresado esta relación en el contexto revolucionario, y resaltar también el papel que ha tenido monseñor Carlos Manuel de Céspedes y García-Menocal, a quien le están dedicando este evento. Monseñor Carlos Manuel fue, sin duda alguna, un actor muy importante, no de un momento sino a lo largo de toda la segunda mitad del siglo xx y principios del xxi, en el fenómeno de la conexión, del vínculo con la fe católica, y se podría decir toda la fe religiosa, porque creo que su defensa de la fe católica implica también una proyección hacia la religiosa. A veces de manera expresa, a veces tácita, a veces incluso dentro de una crítica, hay una defensa suya que abarca a todo el hecho religioso en sí.
Aquí tenemos que ver esto históricamente. Lo primero que yo me animaría a resaltar es el hecho de que la coyuntura revolucionaria, el triunfo de 1959, constituye lo que los sociólogos llaman un fenómeno de anomia en mayor escala, es decir, un hecho cultural, un hecho de ruptura muy fuerte que se da no solo en un plano político y económico por ser una Revolución real, sino que es una sacudida en el pacto social entre el poder que se establece y la sociedad sobre la cual se establece. Esto afecta, por supuesto, en primer lugar, a las relaciones culturales, que están vinculadas con todo, y dentro de las cuales también está el hecho religioso.
Al producirse el triunfo revolucionario, no había tenido lugar todavía el Concilio Vaticano II, que empieza en 1959 precisamente y termina en el 64 o 65, que comienza con el Papa Juan XXIII y termina con Pablo VI. Entonces, las iglesias locales latinoamericanas, entre ellas la cubana, son preconciliares, es decir, no han tenido los efectos del cambio, el impacto que los concilios crean. Por lo tanto, la Iglesia católica cubana no estaba institucionalmente preparada para un cambio en la sociedad tan fuerte como el que suponía la Revolución —lo ha reconocido la propia Iglesia, sobre todo a partir de 1986, en el Primer Encuentro Nacional Eclesial Católico (ENEC). No vamos a entrar en las causas ni en lo acertados o desacertados que pueden haber sido momentos o pasos, pero la radicalidad con que se producía el cambio cubano en la posición latinoamericana tuvo mucho impacto, por supuesto. También era demasiado fuerte, demasiado violenta para poder ser asimilada por el pensamiento eclesiástico dominante en la época. A veces se dice que la Iglesia cubana estaba vinculada con Batista, pero no es así: estaba vinculada con la estructura de poder anterior, es decir, había una relación entre la Iglesia y el Estado. Cuba no era un país católico por definición y mucho menos por su configuración social, pero, sin dudas, había un pacto social entre esa Iglesia, que era la dominante, y que respondía a las posiciones del Estado cubano desde que este se creó a partir de la Constitución de 1901. No voy a profundizar en eso, pero había compromisos históricos de la Iglesia con el Estado y viceversa, en los que se va forjando esa relación. Entonces, de repente, la Iglesia se encuentra, digamos, con una mano alante y otra atrás con el triunfo de la Revolución. No era la primera vez en la historia que eso sucedía, porque la metrópolis española expropió las propiedades de la Iglesia en los años 70 del siglo xix. Es decir, la Iglesia ha vivido otros momentos de tensión, pero el cambio revolucionario de 1959 es muy importante porque no encuentra asidero por donde entrarle a la recomposición de una relación, de un pacto social, que ahora debe darse con un Estado que dice que los ateos valen tanto como los creyentes, y que los santeros valen tanto como los católicos. Entonces fue muy difícil para el mundo, y para el pensamiento católico y cristiano en general, asimilar ese cambio sin que se produjeran convulsiones.
Estoy hablando de un período que comienza con una relación de tensión, en el que Carlos Manuel de Céspedes, que ha estudiado en el Vaticano entre 1959 y 1963, regresa y asume el Seminario católico de La Habana, y también comienza su participación en una columna que se llama “Mundo Católico”, en el diario El Mundo, el único que le da espacio a las iglesias y a las estructuras eclesiásticas —también a las protestantes— dentro del ámbito revolucionario.
Yo creo que Carlos Manuel empieza la búsqueda de un acoplamiento a esa nueva sociedad que se está creando, y de manera tácita, no expresa, no está aceptando ningún patrón ateísta, pero está usando un lenguaje eclesiástico que no sea objetable, que no implique necesariamente una ruptura.
Tengo una pequeña participación en esa historia de diálogo. Ya yo era parte del primer grupo del Departamento de Filosofía, y allí nos habíamos beneficiado mucho de una gran compra de libros excelentes que Alejo Carpentier hizo entre el 64 y el 65, con unos fondos que había en España. Ahí entraron unas obras de Teilhard de Chardin, y yo me las leí, y como yo tenía una formación católica muy fuerte, eso me reverdeció la comprensión de muchas cosas, la posibilidad de actualizar un pensamiento católico. No me ganó, no me recuperó para el catolicismo, pero me dio, creo yo, instrumentos de diálogos internos para mí, de comprensión. Es en ese momento, a finales de 1965, que Carlos Manuel publica una serie de artículos que tocaban a Teilhard de Chardin. En muchas cosas coincidía con lo que yo pensaba de las citas de Chardin, en otras no; sus citas eran eclesiásticas, por supuesto, y su posición era eclesiocéntrica. Entonces me enredé en un diálogo sobre Chardin, y eso motivó que él empezara a escribir, que se entusiasmara en ese debate. Salieron varios artículos, un par míos y como tres de él. Después yo no continué la polémica: para ser franco, a la vuelta de los años, creo que dejé de contestar, entre otras cosas, porque me quedé sin gasolina antes que él, porque tenía más formación que yo, una carga cultural más fuerte que la mía. Él había introducido a otros pensadores reformistas católicos contemporáneos que yo no conocía, y eso me ayudó mucho, me obligó a meterme más en el tema de la iglesia. Fue un escalón de diálogo que mucha gente leyó. Cuenta Carlos Manuel —yo no lo sabía—, en su entrevista con Pedro de la Hoz y Luis Báez, que en la Escuela de Letras se ponían en el mural los artículos suyos y míos de la polémica, porque en esa época los buscaban; es decir, eso tuvo un cierto impacto.
Volviendo a lo que decía antes, en aquel momento hubo una situación tensa, e incluso un enfriamiento de las relaciones con el Vaticano. Para que las reformas del Vaticano II cuajaran tenía que pasar mucho. Sucedió, por ejemplo, el fenómeno lamentable y absurdo de las UMAP, que afectó mucho a los practicantes y comunidades religiosas, porque se incluyó en términos delincuenciales a las expresiones abiertas de la fe. Por fortuna, la Revolución rectificó rápidamente. Las UMAP comenzaron en 1965 y acabaron en el 68, pero ya desde 1966 se estaba produciendo una intervención para ver lo que estaba pasando allí dentro. Alguien que participó en la disolución de las UMAP, y con quien conversé muchas veces sobre el tema, fue Quintín Pino Machado, que entonces era primer capitán de la Sierra.
En 1969 se produce en Cuba el primer impacto del Concilio, de la encíclica Populorum progressio, de Pablo VI, del proceso posconciliar, de la maduración de las reformas conciliares, de la segunda conferencia de CELAM, en Medellín, y de la aparición de grupos cristianos de izquierda en América Latina. Me refiero a la emisión de dos pastorales, que son cartas oficiales de la Iglesia, de los obispos cubanos. Carlos Manuel participó —él mismo me lo contó— en la redacción de esas pastorales, y tuvo que modificarles cosas que luego fueron consensuadas. La primera fue en abril del 69, y consistió en una condena al bloqueo de los Estados Unidos contra Cuba —dicho así, bloqueo, no embargo—, y la segunda, en septiembre, fue sobre la importancia y necesidad de que se abriera el diálogo entre cristianos, entre creyentes y no creyentes, entre marxistas, ateos y creyentes, y hacía un llamado al respeto al ateo desde la Iglesia. Yo diría que estas pastorales fueron, posiblemente, una pequeña revolución dentro del pensamiento eclesiástico. Pienso —lo he dicho otras veces por escrito en algunos trabajos, a medida que he madurado mi reflexión sobre esta etapa— que, desde la posición marxista, oficial, desde el poder, desde la Revolución, fuimos incapaces de valorarlas suficientemente. A lo mejor me equivoco, pero pienso que fue un déficit nuestro no haber recogido ese guante de diálogo que nos lanzó la iglesia, y en el que Carlos Manuel tuvo un papel importante.
Después de eso, vino la crisis de la Zafra de los Diez Millones, pudiéramos decir el fracaso del intento cubano de crear un socialismo propio, o sea, con la ayuda soviética, pero abierto, independiente, sin entrar en un plano de compromiso más profundo, y de corte nacional, distinto, polivalente, donde se podían decir muchas cosas y se podía pensar de muchas formas distintas, y donde había un ámbito de libertades que no permitía el sistema del CAME, al que Cuba no había querido incorporarse, y había sido renuente a una introducción más cercana a los esquemas soviéticos. En 1967, Hugo Azcuy y yo visitamos la Revista Internacional, la revista de los partidos comunistas, para hacer una investigación. Creo que nos aceptaron, finalmente, por el hecho de que Cuba había sido renuente. Además, aquí se nos aclaró antes de irnos, que esto no podía significar ninguna promesa de que Cuba iba a participar en la Revista, porque sería atenerse a sus normas, y los cubanos no pensamos como ellos, etc.
Tengo recuerdos muy vivos de esa época, en el marco de lo que pudiéramos llamar la contienda ideológica, que es mucho más compleja que la existente entre idealismo y materialismo, o entre capitalismo y socialismo. Era ya la contienda dentro del socialismo, en la que el Che era un paradigma esencial, ya a finales de su maduración, y llegó a vaticinar el fracaso del socialismo soviético, en el que tuvimos que insertarnos después del fracaso de la Zafra —que, como ya dije, no fue solo de la Zafra.
Nosotros hemos vivido de crisis en crisis desde el triunfo de la Revolución, entonces tuvimos que insertarnos en el CAME, y se produce un estado de bienestar relativo, es decir, con las dependencias que el CAME creaba, con los espacios de bienestar que posibilitaba, con las limitaciones que imponía. Y no teníamos dólares para negociar, había que buscarlos fuera del CAME, y entonces ahí nos endeudamos con los petrodólares, con los eurodólares, de modo que, cuando se cae el socialismo, Cuba queda también con deudas con el mundo capitalista.
No voy a detenerme en eso, pero sí señalar que en ese período de bienestar del CAME también las comunicaciones con la Iglesia se van haciendo más fluidas, se va dando un proceso de mejoramiento en los 70 y en los 80. Desde que asume Juan Pablo II, Cuba lo está invitando a hacer una escala en La Habana. El que después se convertiría en el Papa viajero, en su primer viaje pudo transitar por La Habana, pero no lo hizo; prefirió hacerlo por Miami, en su camino al III Congreso de CELAM, que iba a celebrarse en Puebla, México. No obstante, en esta evolución de relaciones encontramos, incluso, reuniones históricas de Fidel con el episcopado cubano —las había tenido también con los protestantes, y otras denominaciones religiosas. Se empieza a insistir en la visita pastoral. Cuando Fidel viaja en 1996, a la Cumbre Mundial sobre Alimentación, celebrada en Roma, se produce un acercamiento en el que la Iglesia invita al Papa a venir a Cuba, y en coordinación con ella el Estado cubano también formula la invitación (el Vaticano no es solo Iglesia, también es un Estado).
Sé que tengo poco tiempo, pero hay algunas cosas que quiero decir. Hay dos hechos, a mediados de los 80, que son claves: uno es la entrevista de Frei Betto a Fidel, publicada luego como Fidel y la religión, que denota la madurez de esa relación, de ese diálogo que se ha venido estableciendo sotto voce, y que ahora cobra fuerza en el reconocimiento explícito del jefe de Estado y líder de la Revolución cubana de que Cuba ha sido muy dura y de que tenía que abrir espacios a los religiosos y al diálogo. Incluso conversan sobre la posibilidad de que los creyentes integraran las filas del Partido Comunista, algo que se concretó en el IV Congreso, en 1991. El otro hecho importante fue el Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC) por parte de la Iglesia, que produjo un diálogo interesantísimo. Ambos evidencian transformaciones dentro de la Iglesia y del Estado cubano y la maduración de sus relaciones en esos momentos.
Pero la Revolución empieza a atascarse económicamente. En cuatro años se produce la crisis del campo socialista, cuando ya la invitación al Papa había sido cursada por la Iglesia y por el Estado cubanos. La había llevado personalmente José Felipe Carneado en 1989. El Papa Juan Pablo II lo recibió y había aceptado la invitación. Quedó pendiente solo fijar la fecha, que inicialmente iba a ser entre el 91 y el 92. Ahí, tanto el Vaticano como el Estado cubano decían: “Cuando maduren las condiciones”. Creo que al Estado no le interesaba producir la visita del Papa en el contexto de un socialismo que se había derrumbado y que tenía una implicación gravísima en la economía cubana, sino en una sociedad que tuviera más bien un estado de recuperación, de desarrollo. Por su parte, al Vaticano, y especialmente al Papa, no les interesaba venir en esa situación en que la Iglesia cubana tenía todavía que esperar a ver qué iba a pasar aquí, y además reestructurarse. No obstante, aumentaron las visitas en el obispado, se cambió la estructura interna de la Iglesia, se nombró un cardenal; en fin, se trabajó.
Hasta que no hubo evidencias de una reacción de Cuba –económica, política, social, de no caída del socialismo–, no se produjo la decisión de la visita, que tuvo lugar, finalmente, en 1998. Esa visita fue un momento clave del diálogo, porque por primera vez el Estado y la Iglesia movilizaron conjuntamente. No se puede pensar que la movilización de cientos de miles de personas que llenaron las plazas en La Habana y en las demás provincias en las que ofició el Papa, la hicieron solo los católicos. Eso se dio porque eran el Papa y Fidel convocando juntos, y por una semana el dominio de los medios masivos de comunicación no fue del discurso político, sino el del Papa.
Me quedan montones de cosas por decir, pero quiero referirme brevemente a algo muy importante. Si nos ponemos a analizar, vemos cómo las situaciones de crisis económicas, que marcan la posibilidad de subsistencia o la vulnerabilidad del sistema, hacen difíciles las relaciones con la Iglesia. Eso sucedió a principios de la Revolución, y sin embargo, cuando Cuba entra en el CAME y ortodoxisa su discurso, asume dogmas que no había practicado en los primeros años y con todo eso, las relaciones y el diálogo con la Iglesia van mejorando. Cuando el dialogo marxista es muy fuertemente a favor de los dogmas, no a favor de una visión de apertura, mejoran las relaciones. Me he dado cuenta de que en cuanto la situación económica mejora, se facilita el reconocimiento de la Iglesia y su papel en el pacto social. Cuando se cae el comunismo, no solo el Papa dilata su visita, sino que la Iglesia cubana produce un documento crítico, de retroceso, que fue El amor todo lo espera, en 1993. Monseñor Carlos Manuel asegura en una entrevista que él no participó en la redacción de ese documento, que se enteró cuando se distribuyó a las parroquias y a él le tocó dárselo a sus feligreses. También dice que él no estaba en desacuerdo con el contenido, pero que le parecía totalmente inoportuno. Así y todo, se realizó la primera visita de un Papa a Cuba, en 1998.
O sea, yo creo que las situaciones de crisis introducen una vulnerabilidad en el pacto social, en general, que afectan también las posiciones de la Iglesia y la transparencia que requiere el diálogo entre religiones, sobre todo las muy institucionalizadas, porque estamos pensando más en el catolicismo que en las religiones de origen africano, las cuales tienen un diálogo mucho más fácil, más espontáneo con el Estado.
Rafael Hernández: En el espíritu de intercambio de ideas, de polémica, que caracteriza los espacios de Temas, la intervención de Aurelio ha sido larga, lamentablemente él no ha podido estar aquí con nosotros, pero hace un rato pedía que le contara cómo habían sido recibidas sus palabras. Le voy a dar las gracias una vez más.
Entonces, como dicen en inglés, last but not least, tenemos a Esther Lilian González de la Fuente, que, entre otras cosas, aporta una diversidad a este panel por su condición de joven y mujer, y eso para nosotros es importante en la textura de estos intercambios. En su caso, la hemos invitado porque ella ha estudiado estos temas, ha estado reflexionando durante un tiempo sobre la problemática de los medios de comunicación y las relaciones Iglesia-Estado.
Esther Lilian González: Decía Albert Einstein “que Dios no juega con los dados”, y estoy de acuerdo porque hoy es 14 de marzo, Día de la Prensa Cubana, y yo creo que un puente de los que hablaba el padre Ariel en el periodismo cubano, que se volvió contemporáneo, porque pasó a la etapa de la contemporaneidad, fue monseñor Carlos Manuel de Céspedes. Fue un heredero de la prensa católica republicana, y la ejerció en los tiempos de la Revolución cubana, tanto desde su columna “Mundo católico”, como desde los medios de comunicación católicos que surgieron a partir del año 1992, con el inicio de la revista Vitral, en la diócesis de Pinar el Río, y de Palabra Nueva como órgano oficial de la arquidiócesis de La Habana. En esta revista –que en aquella época dirigía Orlando Márquez–, Carlos Manuel tenía una columna que se llamaba “Apostillas”, que funcionaba en muchas oportunidades como un puente de diálogo entre las culturas, las fes, la Iglesia y el Estado. Allí explicaba asuntos tan relevantes como este que escribió en el año 95 para Temas, y que tuvo una amplitud en Palabra Nueva, desde 1992 hasta el 2000, donde escribió asiduamente. En “Apostillas” lo mismo se podía encontrar un artículo periodístico sobre alguna película cubana reciente, que sobre alguna obra o personaje de la literatura cubana, o un diálogo con el laicado cubano, o algo que sucedía en alguna parroquia.
Cuando se estudia a profundidad el periodismo de Carlos Manuel, se descubre no solo su gran carga de formación cultural o de preparación a la hora de escribir, sino también esa oportunidad que él veía en la fe de encontrar los puentes necesarios para construir consensos, para construir fe; nunca para destruir, siempre para aportar a favor de la construcción de algo, de los seres humanos en primer lugar, de la Iglesia cubana, de la sociedad cubana.
Cuando he entrevistado a alguien que ha conocido a monseñor Carlos Manuel o a alguien que se ha acercado a su obra, siempre me saltan dos preguntas –soy periodista, y vivo de preguntar, como diría Silvio Rodríguez. Una de ellas la encontré también en la última investigación que estoy realizando sobre las relaciones entre la Iglesia cubana y la Santa Sede, durante las tres visitas papales. Un diplomático cubano me contó que, en una cena en el Palacio de la Revolución, donde el Comandante en Jefe Fidel Castro había invitado a algunos líderes católicos, a propósito del recibimiento de un cardenal, el Comandante le preguntó a monseñor Carlos Manuel: “Monseñor, ¿y por qué tú no has escalado más dentro de la Iglesia católica?”. Dicen que el mismo Carlos Manuel le dijo: “Las preguntas de Dios no se hacen en estas mesas”. A veces es muy difícil no hacernos esa pregunta cuando analizamos la vida, la obra y el legado de monseñor Carlos Manuel.
La otra pregunta es cuánto, después del fallecimiento de monseñor Carlos Manuel –y no voy a entrar en definiciones filosóficas de lo que para la Iglesia o para la sociedad marxista pudiera significar la muerte–, el mundo de la cultura o de la intelectualidad, la Iglesia o la sociedad cubanas, ha ido al legado de monseñor Carlos Manuel, a sus artículos, a sus libros, a sus compilaciones; cuántos lo han revisitado para exponerlo públicamente. En la respuesta se encuentran los resortes de un diálogo que se pudiera lograr, que fue para mí, como dijo el padre Ariel, uno de los grandes legados de monseñor Carlos Manuel, de cuánto pudiera continuar dialogando la patria, algo que él llevaba muy adentro, junto con el pueblo cubano, el catolicismo y la fe.
Sobre su rol en la prensa cubana, no podemos perder de vista que prácticamente después de cada hecho significativo del país siempre había un artículo de monseñor Carlos Manuel. Recuerdo, con mucha satisfacción, cuando encontré uno relativo a la visita de Juan Pablo II, donde la caracterizaba como un hito y marcaba no solo el hecho católico, sino el hecho religioso en su sentido mayor, en el sentido de que Cuba había vivido en los años 90 un reavivamiento de la fe religiosa a partir de la crisis del Período Especial, y cómo este había causado no solo un incremento del número de católicos sino también de otras confesiones de fe en el país, y analiza cómo la visita de Juan Pablo II fue el momento en que el hecho religioso asume posicionamientos importantes en los medios masivos de comunicación. Recordemos que las cinco misas oficiadas por Juan Pablo II, en diferentes diócesis del país, fueron por primera vez trasmitidas en vivo por la televisión cubana.
Permítanme contar una anécdota: Julio García Luis, que fue decano de la Facultad de Comunicación cuando yo estudiaba periodismo, fue el primer periodista cubano que se montó en el avión del Papa Juan Pablo II. Él fue el oponente de mi tesis de licenciatura, y me decía, en tono socarrón: “Esther, ¿estás leyendo Palabra Nueva? ¿Y encontraste un artículo mío ahí? Tal vez sea yo el primer periodista revolucionario, de los medios públicos cubanos, que haya escrito en una revista católica”. Orlando Márquez le había pedido un resumen de la visita de Juan Pablo II, y en ese mismo número había un artículo de monseñor Carlos Manuel de Céspedes.
Quiero también hablar un poco de cómo el diálogo de la fe puede suscitar, en algunos momentos, esa unidad o consenso que se necesita en las sociedades. A mí me parece que, en ese sentido, no solo monseñor Carlos Manuel de Céspedes, sino también el cardenal Jaime Ortega fue muy consecuente, desde un boletín de la Iglesia católica que se llamaba Aquí la iglesia, en la década de los 90, donde habló de temas como la crisis de los balseros, la unidad de la familia, la relación entre Cuba y su emigración, o entre creyentes y no creyentes, y en cuál de esos temas pudiera tener un rol esencial el trabajo de la Iglesia.
Como actor social, en lo que va del siglo xxi, la Iglesia tiene dos momentos trascendentales, a mi modo de ver, en relación a cuánto pudiera funcionar esa función mediadora que forma parte de la política de la Santa Sede. En el año 2010 hubo una mediación importante con el Estado cubano para la salida de prisión de los famosos setenta y cinco y el tema de las Damas de Blanco, y también la Iglesia sirvió de mediadora en las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos, reconocida tanto en los discursos del general de ejército Raúl Castro como en los del presidente Barack Obama.
No puedo dejar de mencionar el rol que la Iglesia católica ha tenido, en mi criterio, en las relaciones con otras religiones o con otros cristianos, a partir del diálogo interreligioso o el ecumenismo. En el año 1998, cuando vino el Papa Juan Pablo II, tuvo un importante intercambio con otros líderes religiosos cubanos, en la Nunciatura Apostólica, y a partir de ahí, hay interesantes puntos de contacto que forman parte, obviamente, de un proceso de construcción. A lo largo de los siglos, la Iglesia ha intentado ir relacionándose con otras importantes religiones, o grupos religiosos. En febrero de 2016, La Habana se convirtió en “la capital de la unidad” –diría el Papa Francisco–, con el histórico encuentro entre el Papa Francisco y el Patriarca Kirill de Moscú y todas las Rusias, en el Aeropuerto Internacional “José Martí”. Lamentablemente, ese proceso ahora mismo está en deconstrucción.
No espero haber suscitado toda la polémica que Rafael me pidió, ni emular con los interesantes análisis de Aurelio, ni con el testimonio fiel y comprometido del padre Ariel. Simplemente quería dejar algunas preguntas y reflexiones para poder intercambiar con ustedes. Les agradezco mucho, y no solo por ser joven o mujer, sino también por haber dedicado parte de mi vida profesional al ejercicio de esta pasión que es investigar, y también a buscar en la fe esos resortes para construir la nación que quiero.
Rafael Hernández: Tienen la palabra los asistentes, si quieren hacer algún comentario, alguna pregunta o alguna reflexión relacionada con el tema.
Mons. Emilio Aranguren: Agradezco mucho la invitación personal de Rafael. Me llamó la atención, tal vez por cierta cuestión regionalista, que se mencionara a Quintín Pino en un momento determinado, cuando somos los dos de Santa Clara y con toda la familia.
En estos momentos presto servicio como presidente de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba. Formo parte de la generación que el padre Carlos Manuel acoge en el Seminario en el año 1868, que fue un año difícil, el de la Ofensiva Revolucionaria, el de Las nuevas reglas del juego, publicadas por Armando Hart; un año fuerte desde el punto de vista ideológico. Eso se sentía en el Seminario, pero por suerte el rector era Carlos Manuel. Fue en ese período cuando se publicó su entrevista en la revista Proceso, de México, y también –como dijo Aurelio– cuando los obispos publicaron las dos cartas del año 69, una en relación con el bloqueo económico y otra en relación con el diálogo.
El padre Ariel concluía que estábamos en una etapa sinodal, y dentro de ella hay algunas palabras que van quedando atrás: discutir, debatir, disputar, incluso dialogar; lo que está en boga ahora es conversar, cuando conversamos nos conocemos, intercambiamos. Recuerdo que, al salir de un diálogo que tuvo Ricardo Alarcón con el cardenal Ortega, en el arzobispado, un periodista le preguntó al cardenal Ortega qué tal había resultado, y él respondió: “Propiamente fueron dos monólogos”. Cuando se conversa, uno expresa su opinión y uno escucha, no hay mutua defensa. Entonces creo que es importante darle seguimiento a esto; es decir, ese espíritu de Aurelio con ochenta y cuatro años es una generación, pero después vino otra, la de Ariel, y otra, la de Esther Lilian. Qué bueno es cuando en una casa una muchachita hace algo de determinada manera porque “dice mami que mi abuela lo hacía así”, o sea, ha habido de generación en generación, un testimonio de vida que verdaderamente genera este proceder, que posibilita que nos encontremos, que conversemos, que valoremos momentos históricos, posturas, situaciones específicas, acciones no conocidas.
De los obispos de Cuba, yo soy el único firmante vivo de la carta El amor todo lo espera. Todos los obispos que me impusieron las manos el día de mi ordenación episcopal, con excepción de monseñor Peña, ya murieron, inclusive el Nuncio, que es un personaje que hay que tener en cuenta en esta trayectoria –desde Cesare Sacchi, pasando por Beniamino Stella, hasta los otros que se han sucedido. Es la primera vez que me invitan a este tipo de conversatorio y yo estoy abierto para participar, no propiamente dentro de esta estructura, pero cuando haya cualquier tipo de conversación donde se pueda hablar de estos temas, no porque sea presidente de la Conferencia, pues ya termino, sino para compartir diferentes experiencias que tengo. A veces nos encasillamos, y es necesario que también abramos un poco esas casillas para poder saber qué me aportan y qué yo aporto.
Por ejemplo, yo soy del único grupo del Seminario que recibimos clases ecuménicas. Allí no había una asignatura ecuménica. Yo fui alumno de Israel Batista, al que después vi por Ecuador. También veo a Carlos Emilio Ham, tocayo mío, que fuimos pastores juntos en Sagua la Grande, ahora como rector del Seminario. Hoy me encuentro la necesidad de poder conversar con otro pastor y no puedo. Sobre lo que decía Esther Lilian en relación con la apertura del ecumenismo, cuántas veces le he dicho al padre Ariel: “Qué suerte tienes, que puedes tener todos estos tipos de encuentros”. Pero sí creo que hay una posibilidad de seguir, aunque haya momentos menguantes, como la luna, después habrá momentos crecientes, y en ese sentido es un aporte que le brindamos a nuestro pueblo.
Ya que estamos haciendo memoria del padre Carlos Manuel, a los diez años de su muerte, quiero comentar que hay una generación de sacerdotes en Cuba, incluyendo a monseñor Manolo, que fueron quienes hicieron sus estudios en el extranjero en los primeros años de la década del 60, y posteriormente regresaron y sirvieron a la Iglesia en Cuba. Varios de ellos aún están entre nosotros, y ellos fueron los que trajeron a Cuba los aires del Concilio Vaticano II. Algunos de ellos vinieron cuando todavía estaba la segunda sesión, presidida por el Papa Pablo VI. Por eso creo que el padre Carlos Manuel, como rector del Seminario, insufló lo que el Concilio quiso darle a la Iglesia con las dos grandes constituciones eclesiales, Lumen Gentium y Gaudium et Spes. ¿Cuál es el papel de la Iglesia en la sociedad? Yo escuché hablar por primera vez de un estado laico en el año 69 o 70, y de cuáles eran los componentes que integran la libertad religiosa, a partir de las enseñanzas que recibíamos de aquellos sacerdotes que eran nuestros profesores en el Seminario, tanto en el currículum de Filosofía como en el de Teología. A esa generación que regresó –monseñor Mario Mestril, el propio Jaime Ortega, que en paz descanse; el padre Arnaldo Aldama, el padre Arnaldo Fernández, que hoy es el vicario general de Santa Clara, posteriormente vinieron monseñor Manolo y monseñor Jorge Enrique Serpa– les agradecemos, como Iglesia, esta visión de apertura, de visión del otro, como decía el padre Ariel, de respeto al otro, sabiendo bien que el otro aporta; no soy yo quien le tengo que decir, sino que también él me está llamando a que yo me dé cuenta que estoy aportando algo. Eso es muy valioso y agradezco esta experiencia porque verdaderamente me ilusiona, me da esperanzas. Gracias.
Pedro Álvarez: Soy investigador y actual jefe en funciones del Departamento de Estudios Sociorreligiosos (DESR), del Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas (CIPS). Además de que he leído sobre la obra del padre Carlos Manuel, hoy también he podido encontrarme con mis antiguas compañeras del Departamento, que tuvieron una relación muy fuerte con él, en su diálogo constante sobre fe, ciencia y religión.
No me explico cómo Aurelio no recordó sus conversaciones constantes, a finales de los 80 y principios de los 90, con el padre Carlos Manuel y con el doctor Jorge Ramírez Calzadilla, en ese momento jefe del DESR, cuya impronta es muy importante para el conocimiento, desde la sociología y la psicología, del fenómeno religioso en Cuba. A ello aportaron mucho las conversaciones que tuvieron ellos tres, y la participación del padre Carlos Manuel en uno de nuestros eventos, creo que fue en el Encuentro Internacional de Estudios Sociorreligiosos, en 1998. Hay libros que recogen diferentes trabajos que se presentaron en ese evento, y uno de ellos es de Carlos Manuel, porque siempre fue un hombre de la iglesia, pero también de criterios muy personales, muy abiertos al diálogo, muy dados al entendimiento y a la comprensión del otro. Ahí están sus propias consideraciones acerca del reavivamiento religioso de los años 90, desde su visión como católico y como cubano. Están disponibles en el CIPS, si quieren se los regalamos incluso.
Es muy importante que su visión haya sido trasladada a la ciencia, y el constante intercambio entre ellos tres enriqueció mucho nuestras investigaciones. No fue un colaborador directo del DESR, pues, como le decía a Calzadilla, su condición no se lo permitía, pero siempre estuvo abierto a conversaciones que realizaban en su propia casa, bastante a menudo, sobre todo a mediados de los 90, cuando se da este reavivamiento religioso.
Estoy plenamente de acuerdo con el padre Ariel y con monseñor Aranguren en que es muy importante retomar el diálogo entre los diversos factores, entre las diversas expresiones y visiones, pero sobre todo desde el respeto, desde la responsabilidad, y la consideración del otro. Desde las ciencias estamos viendo que hay algunas pérdidas, en los años previos a la pandemia y durante ella, que hay algunas posiciones que no son las mejores para el diálogo interreligioso. Hablamos muchísimo también con los protestantes, con los practicantes de religiones de origen africano, con los espiritistas, con algunos católicos, pero quisiéramos hacerlo mucho más con los católicos, y con otras expresiones religiosas que hay en Cuba, algunas más abiertas, otras menos, al diálogo que se puede producir en confianza, a la conversación, tan necesaria, que no se convierta en un monólogo de una de las partes.
Carlos Alzugaray: Yo conocí a Carlos Manuel ya bastante lejos de nuestra juventud, en la época en que yo era funcionario del MINREX. Yo pasé de haber sido un católico militante en mi adolescencia a un comunista militante en mi adultez, y siempre le agradezco mucho a las escuelas jesuitas donde estudié pues creo que fueron vitales en mi formación, pero la vida a veces lo lleva a uno por terrenos inesperados, y eventualmente me salí de ser católico. Claro, en aquella época para ser militante del Partido había que ser ateo, no es que yo me hiciera ateo para ser militante del Partido, es que simplemente mi pensamiento evolucionó en esa dirección. Así que cuando yo me acerqué a Carlos Manuel por primera vez, debe haber sido en los años 80, yo estaba preocupado por cómo recibirían a un “apóstata”. Realmente fue increíble la forma en que Carlos Manuel me recibió. Recuerdo que la primera conversación tenía que ver con una situación que se había dado, donde un alto dirigente de los CDR había pedido darle palos por la cabeza a los oponentes. Aquello a mí no me gustó, por supuesto, y eso insultó a Carlos Manuel, que estaba disgustadísimo. Me dijo: “¿Y tú qué crees de eso?“, y yo le dije: “Tengo que decir que estoy de acuerdo con usted”.
Él demostró siempre una gran capacidad para entender y para ponerse en el lugar de otro. Creo que eso es fundamental cuando se está en un proceso como el cubano, y sobre todo ahora, cuando pareciera que los extremismos se han levantado por ambas partes, y realmente hace falta gente como él, capaces de tener una empatía por alguien con quien no se está de acuerdo. Eso es fundamental en la actual deliberación –me gusta llamarla así porque deliberar significa buscar un propósito, un consenso; no es debatir. Generalmente, cuando los cubanos debatimos intentamos demostrar que tenemos la razón y que el otro está, como se suele decir, “absolutamente equivocado”. Monseñor Carlos Manuel era un ejemplo en eso, sobre todo en deliberar para llegar a un acuerdo, que incluso puede ser un acuerdo en no estar de acuerdo, pero aceptar esa diferencia.
Me alegro mucho de que Temas haya organizado este encuentro, porque siempre es bueno recordar a figuras como Carlos Manuel, y sus aportes a una cubanía verdadera. No quería irme de aquí sin dejar testimonio de esta experiencia que tuve con Carlos Manuel, con quien era difícil que tuviéramos alguna diferencia, y creo que sus aportes en ese terreno son fundamentales, y hay que volver a él cada vez que se pueda.
Rafael Hernández: Sin ánimo de hacer ninguna conclusión, sino simplemente para dar mi visión y compartir unas experiencias que tienen que ver con esta voluntad de diálogo y de entendimiento, quiero recoger un par de tópicos.
En una Semana Social de la Iglesia, auspiciados por la revista Espacio Laical, fuimos invitados, por primera vez, un grupo de quince intelectuales que no éramos católicos. Yo llevé una ponencia sobre la reconciliación, que era el tema que me habían pedido. Al final de mi exposición, se me acercó un sacerdote y me dijo: “¿Tú eres Rafaelito, el primo de Cirita y Katy?”, porque me había presentado como: “Rafael Hernández, de Cabaiguán”. Y me dice: “Yo soy Emilito”. Recuerdo exactamente la última vez que nos habíamos visto: yo me iba a alfabetizar, y estábamos en la sala de mis primas Cirita y Katy, y Emilito, que tendría unos once años, pues es menor que yo. Nos conocíamos porque teníamos esa relación común, ese encuentro con mis primas, y hablamos. En ese momento, ya era el obispo de Cienfuegos y presidía la Comisión Justicia y Paz. Somos de la misma generación y, de alguna manera, hemos transitado por el mismo camino. No es solo la comunicación entre dos o tres generaciones, sino los nexos que se han tejido sin uno darse cuenta, sin estar siempre consciente, entre personas de una misma generación. Por eso, cada vez que he tenido oportunidad –incluso cuando me ha invitado la Iglesia a hablar en el aula fray Bartolomé de las Casas y también en aquella Semana Social de la Iglesia–, he dicho que mis valores socialistas vinieron de mi formación católica en mi casa. Yo no puedo separar en mí los valores del socialismo de los católicos, y me alegré mucho de encontrarme en aquel momento con Emilito, que no es otro que monseñor Emilio Aranguren, aquí presente. Y le agradezco por esa oportunidad y por ayudarme a armar este panel, él me propuso al padre Ariel, que dio la coincidencia de que ya había estado en un panel de Temas y lo pude llamar con cierta confianza, y también me ayudó a encontrar al padre Manuel, a quien vuelvo a agradecerle por venir expresamente a estar aquí con nosotros.
Algunos de los que han intervenido se han referido a Jaime Ortega. Él también tuvo un vínculo especial con la revista Temas. En 2007, cuando ninguna revista cubana lo había entrevistado, yo le pedí una entrevista para Temas, y me dijo: “Vamos a ver”. No fue tan fácil como con Carlos Manuel. Me invitó al arzobispado, y hablamos tres horas, pero no de la entrevista, sino de todo lo que él me quería decir acerca de las relaciones de la Iglesia con el Partido, y de la Iglesia por dentro. Cuando terminamos, yo le dije: “Muchísimas gracias, pero dígame, ¿y la entrevista?”, y me dijo: “Bueno, déjeme pensarlo”. Me parecía que estaba entrevistando a un dirigente político, pero naturalmente le agradecí muchísimo, y también que le diera una entrevista a Aurelio –que la podía hacer mucho mejor que yo– que publicamos en el número 53, que salió en 2008, con el título “Diálogo con el cardenal Jaime Ortega”. Aurelio le preguntó por lo humano y por lo divino, fue una excelente entrevista. Quiero decir que de parte del cardenal Ortega siempre tuvimos una actitud de colaboración, de participación, de apoyo y de conversación, incluso en ese ámbito del diálogo que no puede ser público, pero que es diálogo también.
Finalmente, quiero contar una cosa que no he contado nunca en público, y que tiene que ver con el primer artículo de monseñor Carlos Manuel de Céspedes que publicamos en Temas. Era para un número dedicado a religiones, donde hay artículos de protestantes, de personas que estudian las religiones cubanas de origen africano, donde hay otros artículos sobre el catolicismo, y él escribió este ensayo, para mí extraordinario, que se llama: “¿El pueblo cubano es católico o no?”. Yo quise editarlo personalmente, y fui a verlo después para conversar sobre la edición de su artículo. Repasamos página por página, y estuvimos como dos horas hablando sobre el artículo. Cuando terminamos, recuerdo que él se levantó, me puso la mano en el hombro y me dijo: “Este artículo me va a traer problemas con mi gente”, y yo le dije: “Gracias, también me va a traer problemas con la mía”. A partir de entonces se selló nuestra amistad. Yo creo que el diálogo y el debate no es nada más con el otro, sino también con los mismos de adentro de nosotros. A veces, como dice esa expresión americana, el friendly fire, el fuego amistoso puede ser más intenso, más quemante, que el del otro lado.
Yo agradezco mucho haber tenido ese privilegio de conocerlo a él y de haber podido compartir con él, y haber tenido su respaldo. Me fue difícil hacer que viniera a un panel sobre valores. Me dijo: “¿Por qué no invitas a otro?, yo soy el cura que invitan a los medios de comunicación, yo estoy cansado de ser yo el que habla”. Déjenme leerles lo que él dijo al final de ese panel, delante de ciento cincuenta personas, algunas sentadas en el suelo:
Creo que todo tiene que ver con el tipo de sociedad a que aspiramos, y enderezar las cosas hacia ella. Yo les confieso que aspiro a que Cuba siga siendo socialista, sin los apellidos que tuvo hasta ahora, al estilo de lo que se impuso en la Unión Soviética en su momento, incluso eso fue una frustración para la Revolución, pero ese no es el único socialismo concebible, y pienso que no ha estado vigente social y políticamente, como sí lo estuvo aquel, pero ahí está la gente que ha pensando en eso, y nosotros, que hemos vivido dentro de un régimen que de algún modo fue calco de aquel sin llegar a sus extremos, pero que tuvimos muchos de sus defectos, sabemos dónde están las virtudes del socialismo, entonces hay que mantenerlo, pero ahora voy a poner yo otro apellido, que sea socialismo participativo, vamos a decir democrático, aunque esa palabra se ha usado para cosas muy distintas, pero ustedes saben lo que quiero decir. Entonces en eso, en la evolución hacia un socialismo participativo debe trabajar toda la sociedad, cada uno tiene algo que aportar, y precisamente del diálogo con el que se deben presentar esas opciones, e intercambiar, podrá surgir esa sociedad participativa en la que haya no solamente valores sino realidades, en la que todos estemos de acuerdo aunque pensemos distinto en otra cosa, pero eso tiene que ser a partir de una actitud de diálogo, de respeto, de comprensión, de derecho, de ciudadanía, o sea, yo creo en un socialismo participativo, pero no debe ser fruto de un decreto, sino de una participación dialogante entre todas esas tendencias, grupos sociales de distinta índole y pelaje, así creo que se podrá llegar a algo.
Con esas palabras de Carlos Manuel de Céspedes, hace once años, quisiera agradecerles a todos por este encuentro y por la oportunidad de celebrar su legado una vez más. Muchas gracias.
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