La autora se propone cuestionar el lugar común según el cual todas las religiones descansarían sobre un orden de «sentido compartido», que uniría —más allá de las diferencias culturales— las experiencias y prácticas de los humanos, en tanto la política los dividiría. Se trata de someter tal afirmación a la prueba de la comparación intercultural, en vista de identificar su origen histórico, así como las cuestiones antropológicas y políticas subyacentes.